domingo, 25 de diciembre de 2016

NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO (A)


-Textos:

       -Is 52, 7-10
       -Sal 97
       -Heb 1, 1-6
       -Jn 1, 1-18

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”

¡Feliz Navidad! Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¡Que fiesta tan agradable y dichosa esta de la Navidad! ¡Cuántos aspectos ofrece para ser celebrados!

Brotan en nosotros sentimientos de benevolencia hacía los demás, especialmente hacia los pequeños, los débiles, los pobres, los ancianos, los que están solos… La reunión de familia, y de amigos

Cierto que ahora el interés económico intenta trasformar el espíritu genuino de la Navidad, para derivarlo hacia una apoteosis del consumo.

Pero no, aquí en la iglesia, junto a una comunidad contemplativa y con los hermanos y hermanas en la fe, descubrimos el manantial del que brota la mayor y mejor alegría, escuchamos la palabra de Dios que nos permite templar el alma y comulgamos con el misterio mismo que celebramos.

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que nos trae la buena nueva y que pregona la victoria” Estas palabras tan halagüeñas son auténticas, son verdaderas, resuenan en nuestro oídos no como algo que fue en el pasado, sino como anuncio real de lo que está ocurriendo aquí, en esta celebración.

¿Y qué está ocurriendo? Que Dios está con nosotros; “que el Verbo de Dios se hizo carne, y se llama Enmanuel, es decir, Dios con nosotros. Dios está entre nosotros.

Todos es admirable en este misterio. No sé si a nadie se le puede ocurrir: Para liberar al hombre, se hace hombre con los hombres; para liberar a los pobres se hace pobre con los pobres; para redimir a los pecadores, carga con los pecados de todos; para librarnos de la muerte, muere por nosotros, y resucita para nosotros, ofreciéndonos la vida eterna.

Este es el misterio inimaginable de la encarnación de Dios. Es un misterio de amor, y de amor divino: “Tanto amó Dios al mundo, que nos dio a su propio hijo, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Pero el misterio de la encarnación de Dios, el misterio de la Navidad, repercute inevitablemente en el misterio el hombre. Como han dicho de mil modos los Padres de la Iglesia, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, para que los hombres podamos ser hijos de Dios. Si Dios se ha hecho hombre, el hombre, la humanidad está toda impregnada de Dios, está divinizada. No sólo somos criaturas de Dios hechos a su imagen y semejanza, somos potencialmente hijos de Dios, y podemos participar por la fe y el bautismo en la vida misma del Hijo de Dios, Jesucristo.

Sin embargo, “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Este es, también, otro de los aspectos del misterio de Navidad. “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”

Y ahora, después de dos mil años, podemos añadir: Y vino a los suyos, a los bautizados en su nombre, y los suyos, lo abandonaron. Tantos alejados, tantos que dicen que ya no creen.

Pero el misterio no acaba en el fracaso; nos dice también el evangelio de hoy: “Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.

Nosotros creemos, hemos venido a adorarle. Hoy, queridos hermanos todos, es Navidad, es un día para renovar nuestra fe y dar gracias a Dios. Después, sí, nos reuniremos en familia, comeremos y beberemos; y compartiremos nuestros bienes con los pobres y necesitados. Todas estas prácticas y manifestaciones manan de la fuente de la Navidad. Porque “el Señor, hoy, consuela a su pueblo, y rescata a todos los hombres, abre su brazo de amor, a la vista de todos los pueblos… y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios”


domingo, 18 de diciembre de 2016

IV DOMINGO DE ADVIENTO (A)

-Textos:

       -Is 7, 10-14
       -Sal 23
       -Ro 1, 1-7
       -Mt 1, 18-24

Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús”.

Cuántas cosas tenemos en la cabeza para hacer en estos días previos a la Navidad. Pero lo más provechoso, lo que mejor nos va a centrar y serenar el ánimo es escuchar la palabra de Dios.

El evangelio de hoy nos invita a poner los ojos y el corazón en la Virgen María: encinta, callada, humilde, amorosa. Nadie puede vivir el acontecimiento del nacimiento inminente de su hijo Jesús como ella. No tenemos noticia escrita de cómo vivió ella estos días inmediatos. Pero sí podemos imaginarlo con toda probabilidad. La Virgen María a siete días de dar a luz, mira hacia dentro de sí y no se ensimisma, todo lo contrario, encuentra a su Hijo, al Hijo de Dios; entra en su interior y se encuentra con Dios.

Para vosotras, hermanas benedictinas, este momento y esta experiencia de la Virgen María, es el paradigma de la mejor oración, de la experiencia contemplativa más perfecta, y también la más soñada y deseada por vosotras, vocacionadas con vocación especial para la contemplación.

Pero este momento de la vida de la Virgen María, y esta experiencia que vislumbramos de ella, es también, de una manera u otra, una experiencia que corresponde a todos los cristianos, que hemos recibido el Espíritu Santo en el bautismo: Hacer oración, entrar dentro de uno mismo, y encontrar, en lo más íntimo, a Dios.

La contemplación de María, en esta escena evangélica, nos ha llevado a Jesús: El evangelio de hoy, en el fondo es una revelación de Jesús. ¿Quién es el hijo que María lleva en su seno? ¿Quién es el niño que va a nacer? ¿Quién es Jesús?

Para encontrar respuesta a estas preguntas, tenemos que contar ahora con san José. Acercarnos a él y escuchar lo que el ángel le dice a José sobre el niño que va a nacer.

El ángel, lo sabemos, es la voz misma de Dios, y dice: “No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Jesús viene del Espíritu Santo, viene de Dios; es criatura humana, sí, nace de una mujer, María, pero viene de Dios y es obra de Dios; es, digámoslo claramente, el Hijo de Dios.

Pero sigamos escuchando lo que oye san José: “Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque salvará al pueblo de sus pecados”. Jesús es Hijo de Dios y Salvador del mundo. El nombre señala la naturaleza de la persona y su misión: Jesús, queridos hermanos, el que va a nacer, es el Salvador, que viene a salvar al pueblo, es decir, a toda la humanidad.

No estará mal que ante esta revelación del evangelio nos hagamos alguna pregunta: Jesús, ¿me salva a mí de algo? ¿De qué? ¿Qué me aporta a mí, en mi vida, la fe en Jesús?

Ante mis hijos y mi familia, en mi trabajo profesional, ante el dinero y la situación política, ante los pobres, los refugiados, los emigrantes…, Jesús, Hijo de Dios y de la Virgen, Salvador del mundo, ¿influye en mi manera de pensar, de opinar y de comportarme?

Sin duda, estos días tenemos muchas cosas que hacer para estas fiestas, pero Jesús, José y María, en el umbral de la Navidad nos dicen dónde está lo más importante, lo que de ninguna manera podemos dejar de hacer: Creer y rezar, creer y esperar lo más importante: Dios, hecho hombre, nace entre los hombres.

Hagamos un acto de fe.


domingo, 11 de diciembre de 2016

DOMINGO III DE ADVIENTO (A)


-Textos

       -Is 35, 1-6ª. 10
       -Sal 145
       -Sant 5, 7-10
       -Mt 11, 2-11

Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios… Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis”. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite….”

¡Que tonos tan alentadores tiene la liturgia de este domingo tercero de Adviento! La gracia propia que Dios derrama en el Adviento levanta el ánimo y produce una alegría que nace de la esperanza; y una esperanza que brota de una buena noticia: Nuestras hermanas han cantado en gregoriano: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca”.

El Señor está cerca”. Este es el motivo que provoca alegría y regocijo: “El Señor está cerca”.

Pero nos vienen ganas de preguntar como Juan el Bautista en el evangelio: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? “Señor, ¿eres tú el que ha de venir a esta sociedad del siglo veintiuno, tan descuidada de ti, tan confiada en sus propias fuerzas, en la ciencia y en la técnica… Y a la vez tan desconcertada, por los sufrimientos, las contradicciones, los miedos y los interrogantes? No tendrá que venir otro mesías con espada en la mano matando a corruptos y explotadores y ensalzando a los explotados y abandonados? ¿O con una varita mágica haciendo efectos especiales que subyuguen a muchos y deslumbren a todos? ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? ¿Qué señales nos das para saber que sí, que eres tú el Mesías?

Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el evangelio”.

Sí, hermanos, este es el certificado de autenticidad de Jesús. En Jesús se cumplen perfectamente las señales que el profeta Isaías había dado. Juan el Bautista, el más grande de los profetas, queda totalmente convencido. Jesús es el Mesías, el Esperado de las naciones. Él vendrá y nos salvará. Confirmemos nuestra fe; creamos, Jesús es el Mesías.
¿Nosotros, los que creemos en él, qué tenemos que hacer?

Preparar los caminos al Señor. ¿Cómo? Haciendo lo que él hizo mientras estuvo con nosotros la primera vez.

Muchos ya han puesto la mano en el arado. Muchos siguen sus huellas y colaboran con Él para que el Reino de Dios vaya creciendo:

Cáritas acoge a desempleados, a los sin-techo y ambulantes; religiosos y religiosas curan enfermos, abren dispensarios, crean asociaciones para proteger a deficientes, a ancianos y niños desamparados; muchos voluntarios atiende a los náufragos de las pateras, amparan corredores de paso para los que huyen de la guerra; hombres y mujeres de buena voluntad trabajan dentro de los órganos políticos y económicos para que las necesidades básicas y la cultura lleguen a los países más pobres.

Es cierto también que persiste el mal, el pecado y las desgracias. No cesan las guerras, aumentan las diferencias económicas, unos pocos vivimos saturados de bienes económicos y racaneando a la hora de compartir los bienes con otros necesitados; se atenta a la vida de los no nacidos, muchos ancianos sufren de soledad y desvalimiento…

No perdamos la esperanza. La Carta del apóstol Santiago nos dice que tengamos paciencia. Paciencia es permanecer firmes en la tarea, aunque las dificultades sean muchas y fuertes. El Señor que ya vino e inauguró el Reino, vendrá triunfante y resucitado; hará buenos todos nuestros esfuerzos por un mundo mejor, e implantará un cielo nuevo y una tierra nueva.


Hoy es un día de alegría; nada de pesimismos. “Sed fuertes, no temáis. Mirad al Señor que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y nos salvará”.

jueves, 8 de diciembre de 2016

FESTIVIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA (A)

-Textos:
     
       -Gn 3, 9-15.20
       -Sal 97
       -Ef 1, 3-6. 11-12
       -Lc 1, 26-38

Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Fiesta dichosa y que nos hace dichosos a todos, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.

María ha encontrado gracia ante Dios; el ángel Gabriel la saluda como “llena de gracia”. La fe la reconoce como inmaculada, eximida de pecado desde el momento mismo de la concepción.

La fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, tiene un interés muy especial para nosotros, los bautizados. Contemplando a María, nos vemos a nosotros mismos.

En María se cumplen de la manera más plena las palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios, que hemos escuchado en la segunda lectura: “Él, el Padre Dios, nos ha eligió en la persona de Cristo…, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”.

María fue elegida por Dios, en Cristo, es decir, en vista a Cristo, en vistas a que su Hijo, el Verbo, viniera al mundo para salvarnos. Por eso, es “Santa”, es decir: toda de Dios, consagrada definitivamente al servicio de Dios. “Y santa en el amor”. Este amor del que habla san Pablo es puro don de Dios, no es solo humano, es amor divino. En María el amor no es una virtud entre otras, es el alma y la esencia de todas sus virtudes.

Queridos hermanos y hermanas, estos dones y gracias que María ha recibido en un grado eminentísimo, son dones y gracias que todos nosotros hemos recibido en germen, como semilla, en el bautismo. Nosotros “somos elegidos en la persona de Cristo, para ser santos e irreprochables ante él por el amor”.

María es modelo perfectamente logrado, criatura humana, mujer agraciada en el máximo grado con todos los dones de Dios. Pero agraciada con todos los dones que Dios quiere, en una u otra medida darnos a todos los hombres, para que alcancemos la felicidad que deseamos y mayor aún que la que deseamos. “Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya a ser sus hijos”… “A esto estábamos destinados por decisión del que hace todo según su voluntad”.

Queridos hermanos todos: En la primera lectura hemos escuchado una pregunta inquietante, muy inquietante, si la tomamos en serio, y muy conveniente que nos la hagamos: “Adán, ¿dónde estás?”. ¿Dónde está? ¿Quién eres? ¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¿Sabes cuál es tu destino?

Miramos al retrato que san Pablo hace de qué es un cristiano y nos parece increíble. Nos miramos a nosotros mismos y no entendemos. ¡Es tan grande la vocación cristiana! ¡Es tan valioso el don que hemos recibido en el bautismo! No sabemos quiénes somos, ni caemos en la cuenta de lo mucho que nos quiere Dios; de todo lo que vale la fe en Cristo que hemos recibido. La Virgen Inmaculada es nuestro espejo, para descubrirnos en todo lo bueno y grande que somos y tenemos; La virgen Inmaculada es la señal que nos muestra la cumbre a la que todos estamos llamados a alcanzar, que es Cristo Jesús.


Celebremos la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, celebremos la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Hijo, Cristo Jesús.

domingo, 4 de diciembre de 2016

DOMINGO II ADVIENTO, (A)

-Textos:

       -Is 11, 1-10
       -Sal 71
       -Ro 15, 4-9
       -Mt 3, 1-12

Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos… Preparad el camino del Señor”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Tiempo de adviento, tiempo de gracia de Dios, que no podemos dejar pasar de largo. La gracia de Dios quiere fecundar la tierra y derramarse sobre la humanidad y sobre la Iglesia. El Espíritu Santo tiene reservada una gracia particular para cada uno de nosotros en este tiempo que aviva nuestra esperanza: El Señor, Jesús, que nació en Belén viene de nuevo a nuestro encuentro. “Preparad, preparemos el camino del Señor”.

Este es el mensaje de Juan el Bautista, el mayor de los profetas. Su figura austera, su mensaje apremiante, su testimonio llama la atención a todo el mundo, no deja indiferente a nadie que le presta oídos: “¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones…”

Para que estas palabras tan tremendas no nos provoquen un rechazo y las olvidemos, tenemos que recurrir a las primeras palabras que le hemos oído un poco antes “El Reino de Dios está cerca”.

A dos tipos de personas apuntan las amenazas del Bautista: Uno es el de aquellos que practican un culto falso, vacío y arrogante; satisfechos de sus obras, pero incapaces de dar el corazón a Dios y de atender al prójimo por encima de sus intereses. El otro grupo es el de aquellos que tiene una vida confortable y acomodada, viven bien, no piensan en la muerte, no creen o no piensan tampoco en el más allá, viven como si Dios no existiera: “comamos y bebamos que mañana moriremos”.

Estos dos tipos de gentes existían en tiempos de Juan el Bautista y de Jesús, y existen también ahora. Nosotros, ¿no tenemos algunos de los defectos y actitudes que se reflejan en estos tipos de gente?

Hermanos y queridas hermanas: Tiempo de adviento, tiempo de gracia… Creamos firmemente: El Señor que vino en la primera Navidad, el Señor que vendrá al final de los tiempos, viene ahora, en nuestro presente; sale a nuestro encuentro para ofrecernos el Reino de Dios, es decir: un proyecto, un modo de vida alternativo al de la sociedad consumista, una vida nueva: creer en Dios, esperar la vida eterna y, -muy importante-, amar, amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. Nada de culto vacío y rutinario; nada de lujos, gastos de compras inútiles, vida cómoda, que se olvida del sufrimiento ajeno. “Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros… Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios”, nos dice san Pablo.

Adviento, tiempo de gracia, preparar el camino al Señor que viene a nuestro encuentro: “Demos el fruto que pide la conversión”. Escuchar la palabra de Dios, reconciliarnos con Dios en el sacramento de la penitencia, gestos de misericordia y de generosidad con los necesitados, con los enfermos, con los que sufren… Y sobre todo, la eucaristía, presencia privilegiada de Cristo entre nosotros, mesa compartida entre los hermanos, preludio y anticipo del Reino de Dios que tenemos que anunciar a la gente…


Estos son los mejores modos de vivir el Adviento y de preparar los caminos del Señor, en tanto se acerca la Navidad.

domingo, 27 de noviembre de 2016

DOMINGO I DE ADVIENTO (A)

Textos:

       -Is 2, 1-5
       -Sal 121
       -Ro 13,11-14ª
       -Mt 24, 37-44

Daos cuenta del momento en que vivís”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿Qué futuro estamos preparando ahora, en este presente que vivimos?
Los fascinantes descubrimientos de la ciencia, los prodigiosos adelantos técnicos, móviles, robots, ordenadores; el empeño pertinaz de muchos pensadores por organizar el mundo prescindiendo absolutamente de Dios, estas y otras tendencia de la evolución, ¿a dónde nos llevan?.

El viacrucis penoso y desesperado de los emigrantes hacia los países superdesarrollados, los abusos sexuales y la explotación mercantil de tantas mujeres, la pobreza oculta y manifiesta en medio de una sociedad opulenta, el bombardeo irresistible de los anuncios y la propaganda que estimulan el consumismo…, y tantos otros fenómenos de hoy, ¿qué futuro están incubando? ¿Adónde nos llevan? ¿Hacia dónde vamos?.

Jesucristo, en el evangelio de hoy nos advierte: “Cuando venga el Hijo del Hombre, pasará como en los tiempos de Noé. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día que Noé entró en el arca; y cuando menos los esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a a todos”.

Vivimos muy deprisa, sin tiempo para la reflexión; ocupados y preocupados…, pero de lo inmediato, sin perspectiva de futuro; lo urgente nos impide dedicarnos a lo importante…

San Pablo nos advierte: “Daos cuenta del tiempo en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño”. Pues, ¿qué está pasando? ¿Qué tiene este tiempo que vivimos?.

El tiempo de adviento nos introduce en el fondo y en la verdad más esencial de nuestra vida.

Tres citas imprescindibles señalan la ruta de nuestra vida. Son las tres venidas de Jesucristo a nuestra historia: La primera fue en el pasado, hace ya más de dos mil años, cuando el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Otra venida ocurrirá en el futuro, al final de los tiempos, cuando el Hijo del Hombre, Jesucristo, vendrá a juzgar a vivos y muertos en el amor, la verdad, la justicia y la misericordia, para darnos a cada uno según nuestras obras.

Pero se da otra venida de Jesucristo es en el presente: Jesucristo nos sale al encuentro, y nos acompaña en nuestro diario vivir. Él nos dirige la palabra en la liturgia, él nos ofrece alimento y fuerza en la eucaristía y demás sacramentos, él se nos hace visible en el enfermo o el necesitado que tenemos a nuestro lado… Y de otras muchas maneras, él se nos hace presente. Y esta presencia de Jesús da sentido, alma y dirección a todas las demás dimensiones de nuestra vida: al trabajo, la familia, la salud, la enfermedad, el compromiso social y político, la diversión…

Ahora, en esta venida de Jesús, en el presente, nos estamos jugando el buen resultado del encuentro con el Señor, cuando venga en el futuro, en la venida final. A esta venida en el presente se refieren las palabras de san Pablo cuando dice: “Ahora vuestra salvación está más cerca que cuando vinimos a la fe”.


Y ¿qué tenemos que hacer? El mismo Pablo nos ofrece el programa. Programa que bien podemos tener en cuenta para este tiempo de adviento: “Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas, ni borracheras… Vestíos de Jesucristo”, dicho de otra manera: Nada de sucumbir ante los halagos del consumismo, sino asumir el estilo de vida de Jesús, obediente a su Padre Dios, que curó a los pobres, y no vino a ser servido sino a servir y dar la vida por todos. 

domingo, 20 de noviembre de 2016

FESTIVIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO, (C)


-Textos:

       -Sam 5, 1-3
       -Col 1, 12-20
       -Lc 23, 35-43

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Último domingo del año litúrgico, celebramos hoy la fiesta de Jesucristo Rey del universo.

Jesucristo es Rey, pero no al modo y la manera de los reyes de la tierra. Jesucristo reina desde la cruz. Su trono es la cruz. Este hecho debe hacernos pensar. ¿Cómo podemos creer y venerar como rey a un crucificado, a un condenado a muerte?

Los judíos piden señales, dice san Pablo, los paganos buscan sabiduría, y nosotros predicamos a Cristo y Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados –judíos o gentiles- un Cristo fuerza de Dios y Sabiduría de Dios”.

Dios, queridos hermanos, ha apostado por el amor, Dios cree en el amor, cree en su amor. Él respeta absolutamente nuestra libertad. Pero Él cree en su amor, en la potencia infinita de su amor; y confía que su amor es capaz de ganar el corazón de todos los hombres y atraerlos libremente al bien y a la verdad.

Jesucristo, ha dicho el papa Francisco, es el rostro de la misericordia de Dios, Jesucristo es la máxima demostración del amor de Dios a los hombres. “Tanto amó Dios al mundo que envío a su propio Hijo, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”, dice el evangelio de san Juan. San Pablo lo dice de otra manera: “A penas habrá quien muera por un justo, por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros”.

La manera más clara y convincente, que tenemos los humanos, de entender que alguien nos ama de verdad es, si este alguien da la vida por nosotros.
Y Dios, el Hijo de Dios, Jesucristo, ha dado la vida por nosotros. Cristo crucificado es la máxima revelación del amor de Dios a los hombres.

Jesucristo en la cruz, dando la vida por todos, deja patente el amor infinito de Dios para atraernos a todos hacia sí.

Es sumamente elocuente la escena del evangelio que hemos contemplado: Pongamos los ojos primero en el buen ladrón. No podemos aprobar su conducta pasada; ciertamente ha sido ladrón; pero ahora, da muestras, en primer lugar, de sinceridad y humildad: “Lo nuestro es justo porque recibimos la paga de lo que hicimos”. Y sin duda, esta humildad le ayuda a descubrir la verdad sobre Jesús: da testimonio de que Jesús es inocente, y además lo reconoce como Rey: “Acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino”.

Antes de terminar, pongamos los ojos y el corazón en Jesús: Él ya había hablado unos momentos antes con palabras de amor y de misericordia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Ahora, ante la súplica del buen ladrón, le falta tiempo para escucharle, acogerle y atender su demanda: “Hoy estará conmigo en el paraíso”.

Jesucristo, como su Padre, también cree en el amor, y gana el corazón y convence a cuantos pobres y pecadores se acercan a él.

Hoy nosotros también le suplicamos: “Jesús, acuérdate de nosotros en tu Reino”. Y él inmediatamente nos invita: “Venid conmigo a la eucaristía”.

domingo, 13 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIII, T.O. (C)


Textos:

       -Mal 3, 19-20ª
       -Tes 3, 7-12
       -Lc 21, 5-19

Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Quizás nos hemos sentido un poco turbados con buena parte de lo que se ha anunciado en el evangelio de hoy que va a suceder. Quizás también hemos pensado, que todo esto ya está sucediendo.

En realidad, el evangelio de hoy nos ayuda a leer el sentido de la historia, de nuestra historia personal, de la historia de la Iglesia, incluso de la historia de la humanidad. Es lo que debemos hacer continuamente, preguntar a Dios: ¿Qué sentido tiene la vida, la mía personal, la de todos? ¿Qué futuro nos espera? ¿Adónde vamos?

En el evangelio de hoy encontramos varias respuestas sobre estas cuestiones trascendentales para todos.

En primer lugar, en el trasfondo de todo el texto, se supone una afirmación importante, que escucharemos explícitamente el domingo que viene: Jesucristo, el Hijo del Hombre, volverá, al final de los tiempos. No sabemos cuándo ni dónde, pero esto no es la cuestión importante, porque, cuando llegue, todos lo reconoceremos sin dudar como Juez y Señor: nos juzgará en el amor y en la verdad de nuestras obras, y todo quedará transformado en un cielo nuevo y una tierra nueva.

El evangelio de hoy nos orienta, además, sobre la situación actual que estamos viviendo: catástrofes, terremotos, guerras, refugiados, emigrantes, persecuciones religiosas, hambre, enfermedades, injusticias consentidas que claman al cielo…

Jesús sale al paso y nos dice: “No sintáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero…” Y nos hace la primera recomendación: “Cuidado, que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre". Jesús se refiere aquí a los falsos profetas, que anuncian que el fin del mundo está ya a la puerta y en poco tiempo, y que, por otra parte, inducen a la gente a buscar la felicidad en ídolos falsos, al margen de Dios.

Un escritor cristiano ha hablado del consumismo como de una religión, sustitutoria y falsa, pero cautivadora: “Va imponiéndose, dice, el consumismo como una religión; es la gran religión de nuestro tiempo. Posee sus grandes catedrales (las grandes superficies), con sus dioses particulares y devociones (las modelos, los artistas; ir a la moda, las marcas), tiene sus días y momentos de culto (el fin de semana, ir de compras). Toda una liturgia montada sobre el dinero y la necesidad de dinero, con el incienso que surge de la riqueza”.

El consumismo, para muchos, es la falsa religión adormidera de la fe cristiana. Jesucristo nos advierte: “Cuidado, que nadie os engañe”.Y nos propone dos consignas:

Primera: “Confiad en Dios. “Porque hasta los cabellos de vuestras cabezas están contados”. Dios, Padre de misericordia, cuida de vosotros. Él os guarda, o defiende; confiad en él, hasta el punto de no preocuparos de vuestra defensa, en la persecución. Él os ha dado el Espíritu Santo, el Defensor divino, su Espíritu. Confiad en Él”.

Segunda consigna: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Firmes en la fe; ni miedo, ni dudas. “Yo volveré. Vencedor de la muerte y el pecado volveré, como Juez y Señor de la historia. Y, entre tanto, me tenéis presente en la eucaristía y de otros muchos modos. Porque: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.


domingo, 6 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII, T.O. (C)


Textos:

       -Mac 7, 1-2. 9-14
       -Tes 2, 16-3.5
       -Lc 20, 27-38

No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Nos conviene tomar nota de la gesta creyente de los Hermanos Macabeos: dan la vida valientemente y sin titubeos antes que renegar de su fe adorando a los ídolos falsos. Y tomemos nota también del motivo que les sostiene y les anima en la fidelidad a Dios: “Vale la pena morir en manos de los hombres, cuando se espera que Dios nos resucitará”.

Y tomemos nota también de un hecho de nuestros días: el hecho de muchos cristianos que están siendo martirizados por ser cristianos, por fidelidad a su fe. Y el motivo que los sostiene y le da fuerzas para no renegar de su fe, es el mismo, la fe en aquél artículo del credo que ellos, como nosotros, confesamos en cada eucaristía dominical: Creo en Jesucristo que resucitó de entre los muertos…, creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

El tema de la resurrección y de la vida más allá de la muerte es una cuestión inevitable, aunque algunos prefieren pasar del tema y no pensar.

El concilio Vaticano II, en uno de sus documentos, dice expresamente: “Son cada vez más… los que plantean o advierten con una agudeza nueva las cuestiones fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, continúan subsistiendo?... ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?” (GS 10)

Hermanos: Si somos mínimamente serios, y nos planteamos con sinceridad y sin miedo estas preguntas, quizás recibiremos con alivio y hasta con emoción, las palabras que hoy nos ha dicho Jesús: “(Dios), no es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

Dios es amor, vida y misericordia. Nos creó porque nos amó, y porque nos amó y tuvo misericordia de nosotros nos dio a su propio Hijo. Jesucristo murió por nosotros y resucitó, para que nosotros podamos participar de su vida, vida de resucitado, que es vida eterna.

¿Cuál es el sentido del dolor, del mal y de la muerte? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?”. –“Creo en la resurrección de los muertos, creo en la vida eterna”, esa es nuestra respuesta. En Dios, Padre de amor y de misericordia, en la vida de Cristo resucitado, que ha vencido a la muerte, nosotros apoyamos nuestra esperanza. San Pablo escribe a los cristianos de Roma y les dice: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él; pues creemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Ro 6, 8-9).

Y la fe y la esperanza en la vida eterna dan sentido, ánimo y fuerza a nuestra vida presente: Merece la pena luchar por la justicia y por un mundo mejor, merece la pena apoyar a los pobres y luchar contra la pobreza; tiene sentido el dolor por amor y también el dolor no buscado, pero ofrecido con Cristo; merece la pena vivir, merece la pena amar y creer en el amor. Porque, después de la muerte, resucitaremos. Y la vida de aquí, así vivida, es semilla de vida eterna.


Con san Pablo termino: “Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas”.

martes, 1 de noviembre de 2016

FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS (C)

Textos:

       -Ap 7, 2-4. 9-14
       -Jn 3, 1-3
       -Mt 5, 1-12ª

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hoy es fiesta, fiesta de alegría, de triunfo, de acción de gracias a Dios y de confirmación en la fe. Hoy celebramos la fiesta de todos los Santos. Los mártires de ayer, muchos, y los mártires de hoy, dolorosamente muchísimos más, los santos de nuestra diócesis, los de la Orden Benedictina, los que se enumeran en el santoral de la Iglesia universal y los santos y santas innumerables que no han sido canonizados, pero que han dado muchísima gloria a Dios y han pasado su vida haciendo el bien con sencillez y sin meter ruido. “Después de esto, hemos escuchado en el Apocalipsis, apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”.

Ahí hemos de contar familiares nuestros muy queridos, amigos, educadores, personas que han marcado nuestra vida, que nos han enseñado tanto y tan bueno, y de los que nos sentimos orgullos.

La fiesta de Todos los Santos muestra al mundo la gloria y el triunfo de Dios: Dios Padre, por medio de Jesucristo, introdujo en este mundo su Reinado. Dios Padre es amado y tenido en cuenta, Jesucristo atrae, convence y gana las voluntades de muchos, el Espíritu Santo suscita e impulsa los mejores deseos del corazón humano. La fiesta de todos los Santos es gloria de Dios.

La fiesta de todos los Santos es también gloria de la Iglesia, la comunidad de seguidores de Jesús, guiados por el papa y los obispos, que celebramos la eucaristía, escuchamos la palabra de Dios, nos beneficiamos del sacramento del perdón y de la misericordia, que nos afanamos por acoger la fe de nuestros mayores y transmitirla... la Iglesia, nuestra amada Iglesia, santa y pecadora, hoy nos sentimos felices. Hoy la Iglesia aparece como huerto fecundo que rinde los frutos más saludables, como escuela que educa a las personas más ejemplares, más valiosas; personas que promueven en el curso de la historia las virtudes y las obras más beneficiosas para el bien y el bienestar de la sociedad… La Iglesia hace santos. Por eso, la fiesta de Todos los Santos es gloria de la Iglesia.

Hoy queridos todos, nosotros somos llamados a la santidad: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos....; bienaventurados los misericordiosos…, bienaventurados los limpios de corazón; bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan. Estad alegres y contentos, vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Somos un pueblo de santos y mártires; en el bautismo, por la gracia del espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios. Estamos llamados a ser santos para vivir y propagar el mejor programa de vida que se puede ofrecer a los individuos y la sociedad.

No ha de asustarnos la palabra. El santo, la santa, es la persona mejor lograda. Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Amar es nuestra vocación.

Ser de Jesús, ser como Jesús, es la mejor fórmula para alcanzar nuestra plenitud como personas. Con Cristo ponemos en marcha los mejores, más nobles y saludables deseos del corazón; de Cristo nos viene la fuerza para dominar y transformar los impulsos nocivos de nuestro interior que nos hacen daño a nosotros y a nuestros prójimos. Con Cristo podemos ser santos y alcanzar la verdadera felicidad para nosotros y para los demás.

Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre Todopoderosos, en la unidad del Espíritu santo, todo honor y toda gloria”.

Vengamos a la eucaristía. 

domingo, 30 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI, T.O. (C)


Textos:

       -Sab 11, 22-12, 2
       -Tes 1, 11-2, 2
       -Lc 19, 1-10

Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hoy podremos ver con más claridad una de las varias enseñanzas de este evangelio, si encuadramos el relato en el marco de la pregunta sobre la salvación: ¿Quiénes se salvan? ¿Se pueden salvar los ricos? ¿El dinero es malo?

Digamos, para empezar, que el dinero, según la mente y las enseñanzas de Jesús, no es malo, aunque sí es peligroso, debido a las tendencias de nuestro frágil corazón.

El dinero es un instrumento inventado por el hombre. Pero, en el fondo, fondo, podemos decir también, el dinero ha sido creado por Dios y es querido por Dios. Recordemos una frase de la preciosa primera lectura que hemos escuchado: “(Dios, tú) amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.

El dinero es una cosa; no es un dios, sino una criatura de Dios, inventada por el hombre, para facilitar el intercambio de bienes, y las relaciones humanas. Es un instrumento en las manos de los hombres y, como tal, hay que saberlo usar.

Venimos, así, a la otra pregunta: ¿Se pueden salvar los ricos? Y aquí viene el relato de Zaqueo en el evangelio:

Jesús, en otros pasajes llega a decir que no se puede servir a dos señores, que no se puede servir a Dios y al dinero (Mt 16, 13). También, después de la respuesta al joven rico llega a decir: “Qué difícil le será entrar en el Reino de Dios a los que tienen riquezas” (MC 10, 23). Pasamos por alto fácilmente estas palabras de Jesús, pero merecen ser tenidas muy en cuenta. El dinero y las riquezas, en general, son buenas, pero son peligrosas. Entonces, ¿qué podemos hacer?

Miremos a Zaqueo, cuyo nombre, en hebreo, significa “limpio”. Zaqueo se pone de pie en la mesa, es que quiere decir algo importante: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”.

Zaqueo está arrepentido, se convierte. Jesús le ha buscado y Zaqueo se ha encontrado con Jesús. Se convierte de verdad. El dinero que da y devuelve es signo y medida de la verdad de su conversión. Da y devuelve mucho más de lo que le exige la Ley del Levítico. Pero fijémonos bien: No es sólo que Zaqueo sea generoso en dar y devolver el dinero. La verdad y radicalidad de su conversión consiste en que el dinero para él deja de ser su dios y señor. A partir de este momento, su Dios y Señor es Jesucristo. Él se despega, ya no ama ni adora al dinero por encima de todo. A partir de ahora ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Ya no es esclavo del dinero; Jesús es su Señor, su único Señor. Cristo libera la libertad. A partir de ahora, Zaqueo sigue a Jesús, y el dinero, para él, pasa a ser lo que debe ser, un instrumento al servicio de la justicia y de la caridad, para satisfacer la necesidades verdaderas, suyas y de sus prójimos, especialmente, para compartir con los prójimos más desfavorecidos.


Hoy, hermanos, se pronuncia esta palabra sobre nosotros. Hoy, además, Jesús se presenta como anfitrión para nosotros y nos invita a participar de su banquete, la eucaristía. ¡Ojalá nos convirtamos de verdad!

domingo, 16 de octubre de 2016

DOMINGO XXIX, T.O. (C)



Textos:

       -Ex 17, 8-13
       -2Tim 3, 14-4, 2
       -Lc 18, 1-8

Para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La primitiva comunidad cristiana esperaba que el Señor que había resucitado y ascendido a los cielos, vendría pronto, a lo sumo en unos pocos años; y deseaba ardientemente que viniera, porque la segunda venida del Señor significaba dejar establecido el Reinado de Dios, la perfección de todo lo creado, la justicia y la paz, el cielo nuevo y la tierra nueva. Pero, los acontecimientos sucedía de manera muy distinta y desconcertante: el Señor tardaba, y lejos de llegar la paz, la persecución y las contradicciones iban en aumento. Y surgían las dudas y el cansancio. Invocaban a Dios y parecía que no les escuchaba.

No sé, si nosotros, los que hemos acogido la invitación de Dios a acudir a esta eucaristía del domingo, deseamos la segunda venida del Señor. Quizás pensamos poco en ello; y, si pensamos, lo asociamos al fin del mundo, y esto nos da miedo.

Pero esta manera de pensar no es muy exacta: Porque todos deseamos un mundo mejor; que los países pobres tengan oportunidades para desarrollarse y no dar lugar a una emigración masiva y desgarradora; que los hijos y nietos acojan con gozo la fe que queremos transmitirles y vivan convencidos de que Dios es absolutamente necesario para el respeto de la dignidad de las personas y la convivencia pacífica entre las naciones…En definitiva, pensamos que si todo el mundo observase los mandamientos de la ley de Dios y practicase el evangelio de Jesús, este mundo funcionaría muchos mejor. Pues bien estos pensamientos y estos sueños son en el fondo semillas del reinado de Dios que ya está llegando, y deseos de que el Señor resucitado aparezca de nuevo como Señor y Juez y establezca definitivamente el Reino de Dios, Reino de paz y de justicia, Reino de amor y de gracia.

Pero este sueño, que acariciamos todos, esta esperanza que nos despierta la Palabra de Dios y la persona de Jesús. Incluso tenemos la impresión a veces de que cada vez están más lejos; que la injusticia, los crímenes, las violaciones de derechos y explotación de los débiles y de los pobres, aumentan… Y nos cansamos de pedir e invocar a Dios, nos desalentamos y hasta nos asaltan las dudas de fe...

Por eso, hoy Jesús, nuestro Señor, vivo y resucitado, como la primera vez a los primeros discípulos, nos explica cómo tenemos que orar siempre y sin desanimarnos.

Y nos da dos motivos, para que seamos constantes y oremos con convencimiento: El primer motivo es que Dios cuida de nosotros y de todo el mundo. Dios está con nosotros y no es un Juez inicuo y desaprensivo, es un Dios justo, imparcial y providente; cuida de los pajarillos, mucho más cuida de nosotros, a quienes nos ama.

El segundo motivo es que Jesucristo, ciertamente va a volver; el Reinado de Dios, que ya se está gestando en medio de esta historia tan conflictiva, este Reinado de Dios llegará con Jesús, que aparecerá, Señor y Juez de la historia, triunfante sobre la muerte, sobre el pecado y todas las fuerzas del mal. Dios es fiel, el Señor vendrá y nos salvara.


Tenemos que ser firmes en la oración, sí, y también en la fe. Por eso, es punzante y muy significativo el final de este evangelio de hoy: Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en esta tierra? 

domingo, 9 de octubre de 2016

DOMINGO XXVIII, T.O. (C)

Textos:

       -2Re 5,14-17
       -2Tim 2,8-13
       -Lc 17,11-19

Yendo Jesús, camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Queremos ser de Jesús, pero, además, queremos ser como Jesús. ¿Cómo es Jesús? ¿Qué hace Jesús? ¿Cómo se manifiesta Jesús?

En el evangelio de hoy encontramos a Jesús en la periferia, en la frontera; entre Galilea y Samaría. Los israelitas de Judea y Galilea consideraban a los samaritanos como gente mal vista, eran como paganos. Jesús está ahí, en la periferia de los creyentes y en contacto con los paganos.

Otro dato a tener en cuenta: Jesús entabla conversación con diez leprosos. Los leprosos tenían obligación de estar lejos de las personas sanas. A su vez las personas sanas tenían prohibido acercarse a los leprosos. Eran leyes sanitarias para evitar el contagio. Jesús no tiene reparo en establecer conversación con estos diez leprosos; traspasa los límites, va más allá de lo puramente legal, habla con ellos y los cura.

Y hay más, todavía: entre los diez leprosos hay nueve, que forman parte del pueblo de Dios, y hay uno que no, que es samaritano y está considerado como pagano. Jesús, de nuevo, traspasando límites y en la frontera, cura a los diez, a los israelitas y a los paganos.
Más allá de la religión y de la raza, para él son personas, están enfermos, son necesitados, y los cura. Así es Jesucristo.

Él cura a los que están físicamente enfermos, para que todos quedemos curados de prejuicios, de diferencias y de límites que nos ponemos los humanos, pero que no humanizan, y que no son conformes a la voluntad de Dios.

Jesucristo en este milagro nos muestra su corazón compasivo y perspectiva universalista. Para él lo que importa, sobre todo, es la persona; somos criaturas de Dios, somos hijos de Dios. Todos merecemos respeto, cuidado y salvación.

El Reinado de Dios, que él ha venido a implantar, es para todos. Él va a las periferias, se sitúa en la frontera, para traspasar las fronteras y mostrarnos un amor universal.

Jesucristo, en este evangelio, nos revela el rasgo más característico de Dios. Dios es misericordioso, Dios es misericordia. La primera manifestación de Dios en su relación con el mundo y con los hombres es el amor; y cuando los hombres nos revelamos contra él y pecamos, él se deja llevar del corazón y nos trata con misericordia, para llamarnos a conversión.

Nosotros nos confesamos cristianos, queremos ser de Jesús y ser como Jesús. Por eso, nosotros tenemos que superar prejuicios, ir a las periferias, a los que no frecuentan la iglesia y las prácticas religiosas, a los que tienen ideas sobre la moral contrarias a las nuestras, a los que practican otra religión, a los que nos miran mal y con reservas.

Como cristianos hemos de pedir la gracia y el carisma y el valor de estar ahí, cerca de ellos. Para dar testimonio de Jesús, de sus gestos y de sus enseñanzas y mostrarles el verdadero rostro de Dios. “Sed misericordiosos, nos dice Jesús, como vuestro Padre celestial es misericordioso”.


También vosotras, queridas hermanas benedictinas, sois invitadas a estar en la periferia, a superar los límites y prejuicios que separan y deshumanizan. Vosotras habéis sido llamadas con vocación especial a buscar sobre todo el rostro de Dios y contemplar al Dios Padre de la misericordia. Vosotras, por eso mismo, habéis de mostrar la misericordia de Dios en vuestra comunidad, y con todos, poniendo en práctica la consigna de san Benito: “Recibir al hermano y al huésped como a Cristo”.

domingo, 2 de octubre de 2016

DOMINGO XXVII, T.O. (C)


Textos:

       -Hab 1, 2-3; 2, 2-4
       -Tim 1, 6-8. 13-14
       -Lc 17, 5-10

Auméntanos la fe”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Señor, auméntanos la fe”

Muchos de nosotros, por no decir todos, en algún momento de nuestra vida y en diversas circunstancias hemos alzado nuestra voz y hemos invocado al Señor con este mismo grito de los discípulos contemporáneos de Jesús: “Auméntanos la fe”.

Cuando no sentimos a Dios en la oración, cuando pedimos al Señor que cure a la persona que amamos, cuando nos parece que Dios se calla ante el dolor y la desgracia de tanta gente indefensa, cuando vemos que nuestro hijos y nuestro nietos rechazan la fe que nosotros queremos transmitir, cuando vemos que cada vez somos menos los que continuamos con prácticas religiosas, y son más los que las abandona o prescinden de ellas…

En estas y otras diferentes circunstancias querríamos tener fe como para mover montañas y dar lugar a que Dios haga el milagro, pero sentimos que nos falta… entonces nos sale del alma “¡Señor, auméntanos la fe!”.

Cuando los discípulos hacen esta oración no piden cualquier fe, piden la fe en Dios Padre de Jesucristo, piden fe en el mismo Jesús que está con ellos; piden la fe fuerte que alcanza lo que parece imposible, la fe que Jesús dice que mueve montañas.

La fe en Dios es un don de Dios, pero esta fe es también decisión de nuestra libertad. Por eso, lo primero que tenemos que hacer es pedir, pedir la gracia de creer. Pero, también, tenemos la responsabilidad de cuidar la fe, de acrecentarla y de ponerla en práctica.
Es muy importante que individualmente, cada uno, tengamos una fe personal firme, convencida y bien interiorizada. Pero nuestras convicciones personales necesitan también del apoyo del ambiente, del grupo, de personas que piensan, siente y viven como nosotros.

Hoy en día, podemos hablar, por decirlo de alguna manera, de un “macro-clima” poco favorable a la fe, incluso, hostil. Muchos quedan afectados por este clima desapacible. “Antes, la mayoría era creyente y practicante y yo también creía y practicaba, ahora la mayoría no es ni creyente ni practicante, y yo, tampoco y lo dejo.

Es lo necesario vivir una fe personal y convencida, pero además es necesario también contar con un ambiente donde podamos respirar y oxigenarnos en la fe que tenemos. Si ha desaparecido el “macro-clima” favorable a la fe cristiana y católica, tenemos que procurar por todos los medios de cultivar un “micro-clima” donde podamos respirar y oxigenarnos en cristiano, para, después, salir a la calle y dar testimonio vigoroso y alegre de nuestra fe.

¿Cuál puede ser este microclima? En primer lugar, la familia, es el básico; ahí se desarrolla el sentido religioso de la vida y se aprende a hablar a Dios. Después indudablemente, la parroquia, la comunidad eclesial con todo lo que en ella se ofrece. En la parroquia encontramos la palabra de Dios, la eucaristía, el sacramento del perdón y todos los sacramentos; personas que sienten y piensan como nosotros…


Así, alimentados y fortalecidos en este ambiente de fe, podemos salir a la calle y llevar adelante el compromiso que todos tenemos como cristianos de evangelizar y dar un testimonio alegre, creíble y atractivo de la fe que profesamos.

domingo, 25 de septiembre de 2016

DOMINGO XXVI T.O. (C)


Textos:

       -Am 6, 1a. 4-7
       -Tim 6, 11-16
       -Lc 16, 19-31

Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal…”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

De nuevo la liturgia de este domingo, como la del anterior, nos plantea el tema del dinero y de las riquezas; hoy, más precisamente, nos habla de pobres y ricos. El tema nos interesa muchísimo a todos, porque no podemos vivir sin bienes materiales.

La cuestión que podemos plantearnos es la siguiente: En este tema del dinero y de las riquezas materiales, ¿pienso y actúo conforme a los criterios del mundo o conforme a los criterios de Dios?

La cuestión es delicada, observad un detalle que aparece en el evangelio de hoy: El rico no es condenado por el hecho de ser rico, ni se dice que hubiera maltratado al pobre. La clave de todo es que el rico cae en la cuenta de la existencia de Lázaro, cuando ya está en la otra vida y condenado. Antes, no. Esta es la lección y la advertencia: A este rico la riqueza le ha producido ceguera, hasta el punto que no se percató en vida del pobre Lázaro, que mendigaba a la puerta de su casa, llagado y disputando con los perros las sobras que caían de su mesa.

Las malas tendencias del corazón humano pueden dar lugar a que el dinero y las riquezas nos dejen ciegos para ver la necesidad del prójimo.

Ricos, según el evangelio, son aquellos que ponen su confianza en el dinero y en los bienes materiales y se olvidan al prójimo pobre y necesitado. Pobres son los que confían en Dios, y carecen de bienes necesarios para vivir humanamente.

La gente del mundo, que no tiene en cuenta a Dios, admira y tiene envidia de los ricos, y alardea de ser amigo de ellos. Dios, sin embargo, piensa todo lo contrario, tiene predilección por los pobres, siente misericordia de los que sufren y están necesitados; y a los ricos que adoran al dios dinero y se olvidan de los pobres, les dirige palabras, como las que hemos escuchado al profeta Oseas: “Ay de los que os acostáis en lechos de marfil, arrellanados en divanes… Pues encabezarán la cuerda de los cautivos y acabarán la orgía de los disolutos”. Y Jesús en el evangelio: “¡Ay de vosotros los que estáis saciados porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!

Dios, Padre de misericordia, y Jesús llaman a los ricos a conversión, ahora mientras están en este mundo. Advierte y reprocha su comportamiento con el fin de evitar que caigan por toda la eternidad en la pena más grande que puede sufrir el corazón humano: no poder gozar de la dicha de Dios en el cielo.


¿Cómo adquirir esta filosofía sobre el dinero y las riquezas, estos criterios, esta manera de pensar y actuar? ¿Tendremos que ver milagros, o que vengan los muertos a decirnos lo que pasa en la otra vida? Jesús responde contundente y claro: “Ya tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Es decir, “Ya tenéis la palabra de Dios, mi palabra. Escuchadla y ponedla en práctica”.

domingo, 18 de septiembre de 2016

DOMINGO XXV, T.O. (C)

Textos:

       -Am 8, 4-7
       -Tim 2, 1-8
       -Lc 16, 1-13

No podéis servir a Dios y al dinero”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

He aquí una cuestión candente, el dinero y los bienes materiales, y un evangelio difícil de entender.

No voy a tratar de explicarlo. Sólo dejar claro que en esta parábola Jesucristo no justifica ni alaba la gestión fraudulenta que hace el mayordomo. Lo único que alaba es la habilidad y el ingenio que ha tenido este administrador corrupto para asegurarse su futuro una vez que el amo lo echa de su cargo.

Jesucristo resalta la astucia de este mayordomo para decirnos a nosotros y a todos los seguidores suyos, tenéis que ser vosotros también hábiles y discurrir mucho para saber administrar los bienes materiales de este mundo de tal manera que os ganéis la vida eterna, el cielo.

Entonces, le preguntamos a Jesús: ¿Qué tenemos que hacer con nuestros bienes para alcanzar la vida eterna? Tenemos que hacer todos lo que han hecho nuestras hermanas benedictinas, que han dejado dinero, casa, familia, y se han metido al convento, porque aquí tienen el tesoro que llena su vida, que es Cristo Jesús? ¿Todos tenemos que ser monjes o monjas? Pues, no.

El evangelio de hoy nos viene a decir: El que tiene preparación, cualidades y posibilidad para producir bienes, riquezas, adelantos y prosperidad en esta vida, que lo haga. Pero que no se endiose él, ni endiose a sus dineros y a sus riquezas.

Y para que podamos dominar el dinero y los bienes, y para que el dinero y los bienes no nos dominen, (aquí está la llamada de Jesús a sus seguidores a ser hábiles y sagaces), la primera lectura y el evangelio nos proponen dos medios muy importantes:

El primero: tener en cuenta a los pobres, a los oprimidos. “Escuchad esto, los que exprimís al pobres, despojáis a los necesitados… Jura el Señor, por la gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones”. Palabra severas de la primera lectura válidas entonces y ahora, y que nos llaman tener en cuenta a los que pasan hambre, a los que no tienen ni tierra ni trabajo, a los refugiados que huyen de los asesinos, a los emigrantes que dejan su país en busca de un futuro mejor. Los muchos o pocos bienes que nosotros tenemos quiere Dios que los compartamos con estos prójimos y hermanos que carecen de ellos. Esta es la manera hábil de utilizarlos.

El segundo medio es pensar en la vida eterna. Este mundo pasa, y los bienes materiales se quedan aquí. Es muy importante que seamos administradores hábiles y sensatos, y que usemos de los bienes y riquezas que Dios nos ha dado, o ha hecho posible que adquiramos, sean bienes que ayudan a ganar el cielo. Y no, lo contrario: que se conviertan en algo que, por haber usado mal, nos cierra las puertas para una felicidad eterna.


Que estas explicaciones, queridos hermanos y queridas hermanas no oscurezcan la conclusión final del evangelio, tan clara, tan de sentido común y que nos la dice nada menos que nuestro Señor Jesucristo: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.