domingo, 24 de noviembre de 2019

FESTIVIDAD DE CRISTO REY


-Textos:

       -2 Sam 5, 1-3
       -Sal 121, 1b-2. 4-5
       -Col 1, 12-20
       -Lc 23, 35-43.

Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hoy, último domingo del año litúrgico, el próximo domingo comenzamos el adviento. En este domingo celebramos la fiesta de Jesucristo Rey del Universo.

En medio de una sociedad en que tantos viven como si Dios no existiera, convencidos de que olvidados de Dios se evitan problemas de conciencia, se siente cada individuo más libre, nosotros proclamamos a Jesucristo Rey del universo, y rey de nuestros corazones y rey de nuestro diario vivir.

Ponemos los oídos atentos y la fe despierta para contemplar el precioso himno que san Pablo escribe al comienzo de la carta a los Colosenses: Jesucristo es Rey del universo por quien Dios ha querido reconciliar consigo a todos los seres del cielo y de la tierra; Jesucristo es el primogénito de toda criatura, el primero en todo, y en quien se mantiene todo. Estaba junto a Dios, creador del universo, y vino al mundo para liberarnos del pecado y de la muerte.

Dejamos que la mente y el corazón se empapen de la contemplación de este retrato de Jesús, para terminar haciendo un acto de fe: Sí, Jesucristo es Rey en el cielo y en la tierra y es el Rey de mi vida; creo y le sigo porque él es “el camino, la verdad y la vida”, y sé que “quien le sigue no anda en tinieblas”.

Jesucristo, Rey y Señor de mi vida, libera mi libertad, para que yo me enseñoree de mí mismo, sea dueño y señor de mi vida. Otros reyes falsos, que no son reyes sino tiranos y explotadores, pretenden dirigir la vida de las personas a precio de empeñar su libertad: sexo, droga, placer, imagen, ofrecen libertad y felicidad, pero crean adición, dependencia y esclavitud.

Solo Jesucristo es rey que reina precisamente liberando la libertad de cada uno de los que creemos en él y le seguimos. Porque él por su muerte y resurrección ha vencido a la muerte y al pecado, y así, Él reina precisamente dándonos su Espíritu, para que nosotros podemos igualmente vencer al pecado y alcanzar la vida que no muere, la vida eterna. Jesucristo es Rey de nuestro corazón y da lugar a que nosotros podamos ser reyes y señores de nosotros mismos.

Pero Jesucristo es Rey desde la cruz. “Hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado que se salve a sí mismo”.

Desde la cruz, Jesús disipa toda ambigüedad. No reina por la fuerza de las armas, ni sobornando con dinero, ni haciendo promesas imposibles. Él gobierna desde la cruz, obedeciendo por amor a Dios, su Padre, y dando la vida por nosotros, y por amor a nosotros. Jesucristo ha apostado por el amor. Él revela y afirma que el amor vence al mundo, y él apuesta por el amor para ganar nuestros corazones, sin coartar nuestra libertad.

Así nos enseña a todos los que le seguimos cómo hemos de vivir para ser señores de nosotros mismos, colaboradores con nuestros hermanos y co-creadores con Dios de un mundo nuevo, donde reine la paz, la justicia, el amor y la verdad.

Esto vamos a cantar en el prefacio.



domingo, 17 de noviembre de 2019

DOMINGO XXXIII T.O. (C)


Textos:

       -Mal 3, 19-20ª
       -Sal 97, 5-9
       -2Tes 3, 7-12
       -Lc 21, 5-19

Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Estamos a punto de acabar el año litúrgico. El próximo domingo, fiesta de Cristo Rey, será el último domingo del año; después, entramos ya en el adviento como preparación para la Navidad.

En estos días finales del año, la liturgia nos habla del final del tiempo y de la historia. Este mundo se acabará para dar lugar a que se despliegue el mundo nuevo del Reino de Dios. Pero en el entretiempo van a pasar muchas cosas.

En el evangelio de hoy vemos que Jesucristo, a propósito de anunciar lo que va suceder con el magnífico templo de Jerusalén, predice también lo que va suceder en el mundo material y en la historia concreta que está viviendo la humanidad.

La verdad es que estas predicciones son muy poco halagüeñas. Pero comprobamos que no predice cosas y acontecimientos muy distintos de los que han ocurrido a lo largo de la historia y están ocurriendo ahora, en el presente: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos y en diversos países hambres y pestes”. Y otro aspecto lamentable de nuestra historia, la persecución contra los seguidores de Jesús: “Os echará mano, os perseguirán… y os odiarán a causa de mi nombre”.

Pero en medio de esta selva amenazante, llena de sucesos tristes, Jesús enseñó a sus discípulos, y nos enseña a nosotros, a afrontar nuestro mundo con serenidad, confianza y esperanza.

En primer lugar, él, Jesús, está con nosotros, en este mundo, en esta historia, como defensor y garante de nuestra victoria: “Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro”. Nos viene a la memoria otras palabras suyas a Pedro en otro contexto: “Edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

Otra palabra iluminadora, que no podemos pasar inadvertida: “Esto servirá de ocasión para dar testimonio”. Jesús nos invita a adoptar ante la historia una postura militante, misionera y constructiva; no podemos quedar ni pasivos ni asustados. Las calamidades naturales, las guerras, las enfermedades, el hambre, la injusticia y también las persecuciones religiosas, no son solo hechos lamentables, son oportunidades de gracia, llamadas del Señor a la misión: “Esto os servirá de ocasión, dice el Señor, para dar testimonio”.

Y una tercera palabra, que todos hemos acogido con alivio, y que por ser el broche final del evangelio, se nos ha grabado profundamente: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá, con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. En medio de las contradicciones, perseverar firmes en la fe y firmes en el cumplimiento de los mandamientos de Dios y en las consignas de nuestro Señor Jesús.

En el corazón de la plegaria eucarística vamos a encontrar ahora mismo el manantial de nuestra esperanza, cuando recemos: “Al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo”.

domingo, 10 de noviembre de 2019

DOMINGO XXXII, T.O. (C)


-Textos:

       -2Mac 7, 1-2. 9-14
       -Sal 16, 1bcde, 5-6. 8.15
       -2Tes 2, 16-3.5
       -Lc 20, 27-38

Se acercaron alguno saduceos, los que dicen que no hay resurrección”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Después de esta vida terrena hay otra vida. Esta otra vida no es solo vida para siempre. No es lo mismo vida para siempre que vida eterna. Dios tiene dispuesto para todos los hombres que la vida después de la muerte sea vida eterna, es decir vida divina, vida que es la misma vida de amor infinito y de felicidad infinita que tiene Dios.

Hoy en día son muchos los que se muestran escépticos respecto a si hay vida o no hay vida después de la muerte. Las razones y los motivos para este escepticismo son muchos y muy variados. El más común o el que se suele formular abiertamente es que “no sabemos”, “nadie ha vuelto de allí”, “mejor es no darle vueltas”.

Sin embargo, el concilio Vaticano segundo dice en la Gaudium et Spes: “Ante la actual evolución del mundo, cada vez son más numerosos los que plantean o advierten con agudeza nueva las cuestiones totalmente fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, de mal, de la muerte…? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?” Y sigue: “La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre luz y fuerza por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación” (GS, 10).

Estos interrogantes son inevitables para todo ser humano. No hay por qué acallarlos. Es mejor afrontarlos con serenidad y escuchar a Jesús: Él, Jesucristo, en el evangelio, a propósito de una objeción que le ponen los que no creen en la resurrección, responde diciendo: “Los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro… ya no pueden morir, ya que son como ángeles, y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección… Y termina: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”.

La fe en la resurrección, reafirma el Catecismo, descansa en la fe en Dios, que “no es un Dios de muertos sino de vivos”. Y Dios ha amado tanto al mundo que envió a su propio Hijo, para que todos los que creen en él tengan vida y vida eterna” (Jn 3, 16).

Y Jesucristo que murió, que dio la vida por nosotros, que resucitó y venció a los dos enemigos más poderosos del hombre, el pecado y a la muerte, nos ha dicho: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y todo el que cree en mí no morirá para siempre”.

Nosotros creemos en la vida eterna y esperamos alcanzarla y vivirla plenamente. Nuestra fe en la vida eterna y en la resurrección se asienta, más que en la razón, en el amor infinito de Dios y de Jesucristo.

Sí, Jesucristo, por el Espíritu Santo, nos ha dado ya esa vida divina de manera incipiente en este mundo por el bautismo. Somos hijos de Dios, en nosotros bulle la vida de Cristo resucitado. Por eso, los creyentes vivimos en este mundo la esperanza firme de alcanzar, después de la muerte, esa misma vida eterna, pero en plenitud y para siempre.


domingo, 3 de noviembre de 2019

DOMINGO XXXI T.O. (C)


-Textos:

-Sb 11, 22-12, 2
          -Sal 144, 1b-2. 8-11. 13c-14
          -Tes 1, 11-2,2
          -Lc 19, 1-10

Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

En el evangelio de hoy nos llama la atención espontáneamente Zaqueo. Zaqueo era ciertamente un hombre poco recomendable: él mismo confiesa haber cometido sustracciones indebidas para su bolsillo de los impuestos que cobraba. Pero Zaqueo, jefe de publicanos y rico, tenía mucho interés por ver a Jesús. Como era bajito, se sube a la higuera.

Es importante este detalle, las riquezas y el buen cargo no ahogan una gran inquietud. No sabemos por qué le pasa esto a Zaqueo: ¿es simple curiosidad? ¿Siente remordimientos de conciencia? ¿Por qué no pensamos que Zaqueo y nosotros y todo ser humano tenemos en el fondo del alma un deseo de inocencia, de perdón, de salvación y, en el fondo, de Dios?

Y Jesús lo sabe, y levanta los ojos y mira a Zaqueo. Jesús se fija en él, lo ve en la higuera, pero su mirada penetra hasta el fondo del corazón de Zaqueo. Por eso le dice algo que nos parece atrevido, provocativo, se invita él mismo a entrar en casa de Zaqueo. Zaqueo baja enseguida muy contento y le abre la puertas de su casa.

Jesús, en esta ocasión, deja de lado a los que lo siguen y lo observan, y va al encuentro de un pecador. Y lo hace de tal manera que el pecador, Zaqueo, encuentra la salvación.

El encuentro personal con Jesús, la presencia de Jesús en su casa es gracia de Dios, gracia y fuerza de Dios. Con Jesús ha entrado en su casa y en su corazón el Reino de Dios. El reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.

Queridas hermanas y queridos hermanos todos:

Nuestra situación, y probablemente tampoco nuestra conciencia, son las de Zaqueo. Pero, ¿dejamos que aflore en nuestra conciencia la palabra más verdadera que resuena en nuestro corazón? Porque, ya sabemos, “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios”. Sin duda no somos pecadores del mismo modo que era Zaqueo. Pero quizás estamos instalados en un modo de vida demasiado cómodo, y un modo de practicar la fe sin inquietud alguna; nos creemos buenos, y no sentimos necesidad de esforzarnos por conocer a Jesús.

Y entonces, nos perdemos la llamada provocativa de Jesús: “Baja enseguida, date prisa, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”.

Sí, Jesús, nos hace esta petición, esta mañana, en esta eucaristía. Jesús quiere ser nuestro huésped. Y ante esta petición, nosotros respondemos:”Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”. Recibir a Jesús como huésped tiene como consecuencia sacudir de nuestro corazón cualquier ídolo, el dinero, la comodidad, los malos quereres, incompatibles con la presencia de Dios, en nuestra conciencia y en nuestra vida.


viernes, 1 de noviembre de 2019

FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS


-Textos:

       -Ap 7, 2-4. 9-14
       -Sal 23, 1b-4b. 5-6
       -1 Jn 3, 1-3
       -Mt 1, 1-11

Después de esto vi una muchedumbre inmensa…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La fiesta solemne y alegre que celebramos hoy es fiesta en el cielo. Conviene releer el texto del Apocalipsis y percibir una imagen que, en alguna manera, podemos entender y nos acerca a algún aspecto de lo qué es el cielo: Ángeles y Santos, muchedumbre innumerable, todos en torno al trono de Dios cantando cantos de alegría, gozo y reconocimiento de la majestad y el amor de Dios.

Es también nuestra alegría; miles y miles y millones de fieles cristianos, unos reconocidos y venerados en los altares, otros desconocidos, pero felices de Dios. Creyeron en Jesucristo, cumplieron con amor la voluntad de Dios. Algunos dejaron estela de evangelio, de buenas obras en la tierra, otros no dejaron sus obras, sino su amor a Dios y a los hombres. Entre ellos están muy probablemente antepasados nuestros. Esto nos llena de esperanza y de alegría. Y también de gratitud a Dios por ellos y a ellos, por lo que nos han dejado de Dios y del Evangelio.

Hoy es la fiesta del triunfo de Jesucristo. Murió como un malhechor, pero resucito para gloria del Padre y beneficio de todos los hombres. Mártires, santos y santas, cristianos seguidores de Jesús que experimentaron la felicidad que da amar a Dios sobre toda las cosas y al prójimos como Jesucristo nos ama. Experimentaron la felicidad y el dolor, sí, pero infinitamente más grande y plena la felicidad que gozan eternamente, que el dolor que ya terminó y quedó enterrado en este mundo.

Hoy es día de celebrar nuestra suerte, la de los creyentes que vivimos en este mundo, y a quienes nos ha tocado la herencia de ser hijos de Dios, en el Hijo Jesucristo, triunfador del pecado, de la muerte y primicia de todos los que le han seguido y hoy gozan con él en la Presencia de Dios, en el cielo. Como personas somos criaturas amadas de Dios, seres para la eternidad; como bautizados corre por nuestras venas la vida de Cristo, destinados a la comunión de vida divina en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, vida que es amor y amor que es divino. Nuestro destino es el cielo.

¿Qué tenemos que hacer? En la fiesta de hoy, la liturgia nos propone un camino, y si queréis mejor, un programa de vida, un proyecto, que tiene dos páginas: en la primera página están los mandamientos de la ley de Dios, que se resumen en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos; en la segunda están las bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña, que se resumen en obedecer a Dios y amar al prójimo, como Jesús obedeció a su Padre, y nos amó a nosotros.

Recordemos: somos familia de Dios y familia de santos y de mártires.

Ahora en torno al altar nos estamos solamente quienes nos encontramos reunidos en asamblea festiva, están con nosotros los ángeles, los santos, también los hermanos que se disponen para poder disfrutar sin sombra ninguna de Dios en el purgatorio. Y nosotros, por Cristo, con él y en él, en la unidad del Espíritu Santo, dedicamos al Padre todo honor y toda gloria.