domingo, 26 de agosto de 2018

DOMINGO XXI T.O. (B)


-Textos:
       
       -Jos 24, 1-2ª. 15-17. 18b
       -Sal 33, 2-3. 16-23
       -Ef 5, 21-32
       -Jn 6, 55. 60-69

¿También vosotros queréis marcharos?

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana”; “La eucaristía encierra en sí todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo nuestra Pascua”, nos dejó dicho en frases lapidarias el Concilio Vaticano Segundo.

La eucaristía, sin duda, para los que estamos aquí celebrándola, es fuente de vida; pero, para otros dolorosamente es piedra de escándalo. “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” Y muchos son los que dicen: “Este modo de hablar es duro, ¿quién pude aceptarlo”.

La eucaristía, por ser precisamente sacramento y presencia de Cristo nuestra Pascua, el corazón del evangelio y la médula de la fe cristiana, es un desafío a nuestra libertad. Nos sitúa ante la disyuntiva de ser o no ser de Cristo, de ser o no ser creyentes.

No sé si caemos suficientemente en la cuenta de cuántas gracias tenemos que dar a Dios por haber recibido la gracia de creer en la eucaristía, y de creer gozosamente en ella. De experimentarla no como un problema y una cruz para la inteligencia, sino como una manifestación del amor y de la bondad de Dios.

¿Por qué ha sido así? Jesús nos dice en el evangelio de hoy: es una gracia de Dios aceptar sus palabras y creer en la eucaristía: “El Espíritu es el que da vida: la carne, los razonamientos humanos, no sirven para nada”; “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede” .

Alguno dirá: Entonces, a los que no creen, ¿es que no se les ha concedido esta gracia? En muchos casos, no han recibido esa gracia, porque no se les ha comunicado el evangelio.
Pero en otros muchos casos, sí que El Espíritu Santo da la gracia, pero o no es atendida o es abiertamente rechazada.

Porque la fe en la eucaristía depende también de nuestra responsabilidad y de nuestra buena disposición para creer.

Miremos a Pedro: Él, sí que ha tenido la gracia del Espíritu para hacer esa solemne confesión de fe en Jesucristo y en el significado de su predicación: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna: nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

Pedro nos enseña, en primer lugar, a vivir con profundidad la vida; él está inquieto y piensa en el sentido de la vida, tiene sed de vida eterna. En segundo lugar, Pedro, escucha la palabra de Jesús y vive con él le acompaña continuamente. Por eso, Pedro está bien dispuesto para acoger la gracia del Espíritu Santo, y , cuando el Padre Dios lo atrae hacia Jesús, él está preparado y disponible para entender las palabras de Jesús, creer plenamente en el misterio eucarístico, y descubrir como palabras de amor y de vida, lo que otros toman como palabras incomprensibles y hasta escandalosas.

En la celebración de este domingo, como siempre que venimos y participamos en la eucaristía, el sacerdote, inmediatamente después de la consagración, nos proclama: “Este es el sacramento, el misterio, de nuestra fe”. Y nosotros, al modo de Pedro, tenemos la oportunidad de afirmar la fe y decir: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús”.


domingo, 19 de agosto de 2018

DOMINGO XX T.O. (B)


-Textos:

       -Pro 9, 1-6
       -Sal 33, 2-3. 10-15
       -Ef 5, 15-20
       -Jn 6, 51-58

Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿Qué está pasando en nuestras antiguas y tradicionales comunidades católicas, en las que muchos bautizados están abandonando la práctica religiosa; sobre todo dejan de asistir a la eucaristía de los domingos?

En algunos casos habrá que decir que las celebraciones de la eucaristía dejan mucho que desear por parte de los sacerdotes celebrantes. El papa Francisco en varias ocasiones nos ha llamado la atención y nos exhorta encarecidamente a que los sacerdotes cuidemos la homilía y el conjunto de la celebración.

Pero, hay otras causas más hondas que explican este gravísimo problema. Podemos decir sin exagerar que el abandono de la práctica de la eucaristía, sobre todo, de la misa dominical, es el mal más grave y la epidemia más dañina que afecta a las comunidades católicas de nuestra Iglesia Occidental. Abandonar sistemáticamente la práctica dominical pone en grave peligro el mantenimiento y la perseverancia en la vida de fe y la fe misma recibida en el bautismo.

¡Un cristiano no puede existir sin celebrar los misterios del Señor y los misterios del Señor no se celebran sin la presencia de los cristianos! Confesaba la comunidad de cristianos de Abitinia, en el año 303, en la persecución de Diocleciano ante el gobernador romano de Cartago.

El Concilio Vaticano Segundo nos ha dejado una enseñanza lapidaria: “La eucaristía es fuente y cumbre de la vida cristina”. Y explica: “Porque la eucaristía encierra en sí todo el bien espiritual de la Iglesia”. Es decir, todo el bien que la Iglesia puede dar y da a los cristianos, todo lo bueno que la Iglesia puede aportar a la sociedad y al mundo entero se contiene en la eucaristía.

Y el documento conciliar completa la frase y explica: “La eucaristía encierra en sí todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua”.

La causa principal del abandono de la eucaristía, y de la eucaristía dominical, está sin duda en que muchos cristianos no han llegado a descubrir el valor precioso, divino y humano de la eucaristía.

Hoy Cristo mismo nos lo ha revelado en el evangelio: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”. Las frases tiene un realismo estremecedor y, para muchos, escandaloso, pero innegable: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Estas afirmaciones se hacen verdad en un orden real, sí, pero no físico, sino espiritual.

Por eso, y aquí está la clave, estas palabras de Jesús intrigan, atraen y ganan el corazón de muchos, porque el Señor nos dice: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. ¡Habitados por Jesucristo! Esto es verdad, esto nos ocurre a cada uno cuando comulgamos.

Y hay más, todavía: ¿Qué significa “ser habitados por Jesucristo”? Y explica Jesús: “El Padre que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Comulgar con la carne y la sangre de Jesucristo, nos introduce en la vida misma de Dios, en la vida divina y sobrenatural del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Pidamos continuamente a Dios, a la Virgen María y a los santos la gracia de participar muchas veces, sobre todo los domingos, en la eucaristía. Y pidamos, además, que nos permita descubrir y saborear la eucaristía.


miércoles, 15 de agosto de 2018

FESTIVIDAD DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA EN CUERPO Y ALMA A LOS CIELOS


-Textos:

        -Ap 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab
       -Sal 44, 10bc. 11-12ab. 16
       -1Co 15, 20-27ª
       -Lc 1,39-56

En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.

La virgen María, enseguida de haber dicho sí a Dios, fue a visitar a su prima Isabel y colmó de alegría a Isabel y al hijo, Juan el Bautista, que llevaba en su vientre.

María portadora de alegría hoy como entonces, porque lleva a Jesucristo en su corazón. Jesucristo es la alegría de los hombres y del mundo, y María es la causa de nuestra alegría, como decimos en las letanías de la Virgen.

Y este puede ser el mensaje que nos transmite esta fiesta: Nosotros podemos y debemos ser portadores de alegría. Ahora, sobre todo, en el verano y en vacaciones, cuando hacemos visitas y cumplidos que no podemos hacer en las épocas de trabajo. Pero portadores de alegría también en casa y en la familia, y en el trabajo, y en las salidas con los amigos… Allí donde estamos, allí donde vamos, seamos portadores de alegría.
Pero para comunicar alegría tenemos que llevarla y sentirla dentro de nosotros. ¿Dónde podemos encontrar las fuentes de una alegría desbordante, sana y que se contagia a los demás?

La Virgen de la Asunción nos acerca a esas fuentes de la alegría: En primer lugar, la Virgen María llevaba físicamente a Jesucristo en su seno. Esta era la causa de su alegría, llevar a Cristo dentro de sí. Nosotros, no físicamente, sino espiritualmente, por la fe, también somos portadores de Cristo. El papa Francisco ha dicho: “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.

En segundo lugar, María va a visitar a su prima Isabel, para ayudarla, porque le ha dicho el ángel que su prima estaba embarazada. La disposición para servir al necesitado, también es fuente de alegría. La virgen tiene voluntad de atender y servir al necesitado. Esta disposición, esta voluntad, convierte a María en portadora de alegría.
El enfermo en la familia, el vecino sin trabajo, los mensajes de Cáritas y de otras asociaciones humanitarias, las llamadas de nuestras parroquias que solicitan colaboradores, catequistas, visitadores de enfermos… Y en otro nivel, el drama de los inmigrantes, las atrocidades de la guerra… son toques de atención, llamadas de Dios, para despertar en nosotros una disposición como la de la Virgen María, que marcha a toda prisa y sube a la montaña para ayudar a su prima. Así, ella fue portadora de alegría.

Por último, permitidme, y ateniéndonos a la fiesta que celebramos de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos, una fuente importante para beber el agua fresca de la alegría y comunicarla es la esperanza; la esperanza cristiana en la vida eterna. María ha subido a los cielos, nuestro destino es el cielo. Quizás pensamos poco en el cielo.

En el prefacio de la fiesta de hoy vamos a proclamar con entusiasmo: “Porque hoy ha sido elevada al cielo la virgen María, Madre de Dios, ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en esta tierra”.

Continuemos la eucaristía, afirmemos nuestra fe, pidamos por las necesidades de nuestros prójimos y dejémonos impregnar de la esperanza de llegar un día a juntarnos con la Virgen María y con Dios, en el cielo.


domingo, 12 de agosto de 2018

DOMINGO XIX T.O. (B)


-Textos:

       -1 Re 19, 4-8
       -Sal 33, 2-9
       -Ef 4, 30-5,2
       -Jn 6, 41-51

El que coma de este pan vivirá para siempre”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Domingo de verano, domingo caluroso, domingo de vacaciones… y aquí estamos nosotros, hemos venido a participar de la eucaristía. Muchos habrán apelado a cualquiera de las circunstancias que hemos mencionado para excusarse de ir a misa. Nosotros no buscamos excusas, pensamos que es Dios mismo quien nos invita, y agradecemos la invitación; es para nosotros una gracia que necesitamos.

Jesucristo, en el evangelio que hemos escuchado dialoga con los judío y se esfuerza por convencerles para que crean en él. Para ello, Jesús les dice clara y abiertamente: “Yo vengo del cielo y he venido para daros la vida eterna. “Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre”.

Los judíos no le creen. Aquellos judíos contemporáneos suyos lo conocían como un paisano más, no podían creer que fuera el enviado de Dios esperado, que había bajado del cielo.

Pero la dificultad de aquellos judíos para creer estaba en su orgullo, más que en el hecho de que Jesús fuera hombre como ellos. Ellos eran judíos, conocían la Biblia y sabía muy bien como Dios tenía que hacer las cosas.

Tenemos que pararnos y pensar: Hoy en día muchísimos dicen que no pueden creer. El orgullo les hace decir que, si somos personas maduras y autónomas, hemos de guiarnos, sólo y nada más que, de la razón, y de lo que ven, sienten y palpen nuestros sentidos. No quieren creer que Jesús sea hombre y a la vez Hijo de Dios. No creen en el Hijo de Dios y acaban creyendo en mil ídolos: en el dinero, en el poder, en la comodidad, en el placer efímero de los sentidos.

Jesús les dice a los judíos y a nosotros dos mensajes muy importantes: El primero: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. Es decir, la fe es don y gracia de Dios. Además de la razón, el hombre vive de la fe. Pero la fe en Dios es don de Dios. Creer que Jesucristo es Hijo de Dios y Salvador del mundo es don y gracia de Dios.

Y ante esta verdad solo nos queda ser humildes y pedir a Dios. La humildad nos lleva a reconocer que necesitamos creer, y que no nos bastamos a nosotros mismos solo con las luces de la razón y de los sentidos. Necesitamos creer y por eso, es necesario orar y pedir a Dios la gracia de la fe.

Pero, además, Jesús dice otra cosa: “Serán todos discípulos de Dios”. Es decir, necesitamos todos escuchar la palabra de Dios. No nos basta la razón y la ciencia, y menos la autosuficiencia humanas, necesitamos escuchar la Palabra de Dios, para creer en Jesucristo como venido del cielo y salvador del mundo.

Ser humildes y escuchar la Palabra de Dios, así llegamos a descubrir y creer en la verdad preciosa y salvadora de Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”.

Sólo me queda deciros, queridos hermanos y hermanas, ¿dónde encontramos esa palabra de Dios, que nos provoca la gracia de la fe, dónde encontramos ese pan vivo que nos da la vida eterna? En la eucaristía: En la primera parte escuchamos la Palabra de Dios; en la segunda parte, comemos de ese pan, que “es su carne para la vida del mundo”.

¿Comprendéis qué gracia tan grande nos hace el Señor cuando nos invita a venir a misa?

domingo, 5 de agosto de 2018

DOMINGO XVIII T.O. (B)


-Textos:

       -Ex 16, 2-4. 12-15
       -Sal 77, 3 - 4. 23-24. 25.54
       -Ef 4, 17. 20-24
       -Jn 6, 24-35

Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hoy el evangelio y también las primeras lecturas hablan de comidas y bebidas. En la actualidad y en nuestro país están muy de moda la gastronomía, las recetas de cocina y los cocineros; se sale con frecuencia a comer y cenar a los restaurantes. Señal de que hay dinero para pagar ese gusto.

Al mismo tiempo, es cierto, en nuestro país hay personas que pasan hambre, que no les llega para pagar la hipoteca, ni para salir de vacaciones, que no tienen trabajo y tampoco salud; en nuestra tierra nos codeamos con emigrantes que deambulan por la calle; y, lo más doloroso, con personas humanas que arriesgan la vida y la pierden tratando de alcanzar la tierra opulenta en la que imaginan que mana leche y miel.

El antiguo pueblo de Israel tenía muy claro que el tener comida y bebida para alimentarse era don de Dios. En muchas de nuestras familias cristinas se bendice la mesa. ¡Excelente costumbre!

Pero también hay muchas gentes que tienen pan y comida y, sin embargo, no se acuerdan de Dios. En el placer de comer ponen la felicidad y el fin de su vida. “Comamos y bebamos que mañana moriremos”.

Esta mañana Jesús nos advierte: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que os da la vida eterna”.

Todo pasa. Lo platos más exquisitos y las comidas más suculentas no evitan que volvamos a tener necesidad de comer, y menos nos proporcionan la felicidad completa.

¡Ojalá que el vivir en la abundancia no nos embote la mente, y que pensemos que la vida terrena se acaba y que hay otra vida; que lo que de verdad deseamos y hambreamos es vivir para siempre.

Y esta hambre y esta sed no la calman los platos suculentos que nos presentan los “misters-chefs” de la tele y los periódicos.

¿Y qué tenemos que hacer para hacer lo que Dios quiere?”. –“La obra que Dios quiere es esta: que creáis en el que él ha enviado”, es decir, en Jesús.

Hermanas y hermanos: Que el vivir con lo suficiente, o, incluso, en la abundancia, nos lleve a dar gracias a Dios y no nos debilite la fe; todo lo contrario, que nos permita descubrir la necesidad que tenemos de Jesucristo. “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.

"Señor, danos siempre de ese pan”.Esta es la súplica que tiene que brotar hoy de nuestros labios. “Señor, danos de ese pan, que eres tú, Jesucristo”. “¿Qué tenemos que hacer?

Dos consignas me permito poner ante vuestra consideración: La primera la encontramos en san Pablo, en la segunda lectura: “Que no andéis ya como los gentiles… abandonad el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos engañadores, y renovaos en la mente y en el espíritu”.

La segunda, la podemos extraer de los titulares de los periódicos: Los emigrantes. La tragedia lamentable, dramática e inhumana, tan difícil de solucionar. Dios nos está llamando. Si nos proponemos regular desde esa tragedia, nuestro modo de vivir y nuestro modo de alimentarnos, podemos contribuir a encontrar soluciones acordes con el evangelio de Jesús y el bien de todos.

Esto es posible, si de verdad escuchamos la voz Dios: “La obra que Dios quiere es esta: Que creáis en el que él ha enviado”, (Jesús).