domingo, 27 de marzo de 2016

DOMINGO DE RESURRECCIÓN (C)

Textos:

       He 10, 34a. 37-43
       Col 3, 1-4 ó 1Cor 5,6b-8
       Jn 20, 1-9

Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver…Nos encargó predicar al pueblo”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Viva y ardiente todavía la experiencia gozosa vivida en la Vigilia Pascual de la noche pasada, vengamos de nuevo, agradecidos y todavía con hambre y sed de mayores gracias que nos fortalezcan y consuelen.

Sean abundantes o escasos los frutos que hasta ahora hemos recogido, miremos a María Magdalena, a Pedro, a Juan. Son testigos primerísimos de la resurrección de Cristo: ¿cuál era su actitud?, ¿qué sentimientos estaban viviendo esa mañana, el primer día de la semana, el primer domingo de la historia? Su ánimo quizás por el suelo, llorando una ausencia… Sentían vacío, porque lo amaban. No estaban en condiciones de pensar lo que Jesús les había dicho antes, para que pudieran entender lo que ahora estaba pasando.

La Magdalena, su amor apasionado, hace que se abra una rendija de luz en la oscuridad del sepulcro. Ella da el toque de alarma. Juan (no se nos pase por alto el detalle), Juan, “a quien tanto quería” Jesús… (¿No sentís un poco de envidia por Juan? Pues, yo os digo, todos somos muy queridos por Jesús; quizás no tanto como era querido Juan, pero todos nosotros…, tú eres querido y muy querido por Jesús; él ha dado la vida por ti…) Y Pedro, desconcertado por lo inexplicable de la muerte de su Maestro; aún no se le ha cerrado la herida del dolor por su cobardía en las negaciones.

Pedro y Juan, sobresaltados por las palabras de Magdalena corren al sepulcro, quieren ver con los propios ojos.

Así se encuentran ellos, pero el Señor está con ellos. Les pone unas señales para que puedan creer y descubrir la verdad y la hondura de los hechos que están viviendo en esa mañana, la del tercer día, después de su muerte.

Tomemos nota de esto: Dios pone ante Pedro y Juan unos datos que son visibles naturalmente a los ojos, pero suficientemente sorprendentes como para que hagan pensar y despierten interrogantes. (Así nos trata Dios también a nosotros: “Todo es gracia, y en todo nos habla Dios; pero hay que saber ahondar en el sentido último de todo lo que vivimos)

La tumba está vacía, es lo más llamativo y evidente; las vendas están por el suelo, pero el sudario esta aparte, cuidadosamente enrollado. Finalmente, la palabra de Dios. El evangelio dice que “todavía no habían entendido la Escritura”. Los hechos sorprendentes, pero, sobre todo la palabra de Dios es lo que acaba por desvelar y revelar la verdad entera de lo que ha ocurrido: Juan vio y creyó. Vio lo que veían naturalmente sus ojos, creyó, que el Señor había resucitado.

Queridos hermanos: Abramos el corazón a la fe, y pidamos con humildad la gracia de creer.

Y que la fe nos llene de alegría y de entusiasmo para anunciar al mundo la gran noticia, y poner a todos los hombres ante la oportunidad de creer lo que creyeron la Magdalena, Pedro, Juan y todos los apóstoles. Este es el mensaje propio de esta celebración del domingo de resurrección.

Este y otro que finalmente os quiero subrayar: Lo hemos recibido en la primera lectura: “Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio…” Hermanos, la fe convencida en la resurrección de Cristo no es sólo para nuestro consuelo y nuestro gozo, es, sobre todo, para que lo anunciemos al mundo. Tanta gente que se ha ido de vacaciones, en vez de acudir a vivir en esto días las preciosas y saludables liturgias que estamos celebrando. Ellos necesitan como nosotros saber que Cristo vive, que Cristo ha vencido a la muerte y al pecado; saber que merece la pena vivir y creer en el amor; que podemos amar con la fuerza del amor de Cristo, que podemos vivir sin pecar, que podemos ser santos; afrontar cualquier contratiempo y desgracia sin hundirnos, porque hay una esperanza cierta para esta sociedad y para la humanidad entera: Cristo ha resucitado, y nosotros podemos resucitar en él y con Él.

VIGILIA PASCUAL (C)

Textos N.T.

          Rom 6, 3-11
          Lc 24, 1-12

¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¡No está aquí (en el sepulcro) ha resucitado!

Jesucristo vive, queridas hermanas y hermanos. Es el viviente por antonomasia. La muerte no tiene dominio sobre él.

Hemos de agradecer el anuncio emocionante y emocionado de las mujeres que fueron al sepulcro. Dios las eligió para dar las primicias de la gran noticia. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¡No está aquí (en el sepulcro) ha resucitado!

Después se aparece a Pedro, luego a los Doce, luego a más de quinientos hermanos a la vez, como testifica San Pablo. Los discípulos de Emaús lo reconocerán al partir el pan y encontrarán a la comunidad de discípulos reunida, alborotada, que casi no les deja decir lo que han visto, porque todos a la vez están diciendo : “Es verdad, ha resucitado el Señor, y se ha aparecido a Simón”.

Volvamos al primer anuncio, oigamos lo que las primeras mujeres oyeron. Los ángeles dicen de Jesús que vive, mejor aún, que es el Viviente, la muerte no tiene dominio sobre él, a él le pertenece la vida por naturaleza. Jesucristo vive, ayer, hoy y siempre. Lo suyo es vivir.

Y por lo tanto Jesucristo vive hoy, entre nosotros, vive con nosotros; la resurrección de Cristo no es un hecho pasado. Es un acontecimiento presente ante nosotros.

Jesucristo vive y da la vida. Y no cualquier vida, sino la vida de Dios; una vida que no es sólo una vida que no muere, sino además, una vida de una calidad que no podemos ni imaginar: es vida de amor, porque Dios es amor, es vida de felicidad infinita porque Dios es infinitamente feliz. 

Que esta noche, clara como el día, despierte y acreciente nuestra fe. La muerte física para nosotros ya no es nada definitivo. “Morir solo es morir, morir se acaba”. Jesucristo resucitado aporta al mundo una posibilidad nueva capaz de quitar todos los miedos y de relativizar todas las amenazas. Las criaturas humanas podemos vivir una vida que no muere, la vida del Viviente, de Cristo resucitado; podemos vivir una amor más fuerte que la muerte, el amor de Dios, depositado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos da por la fe en Cristo Resucitado.

Y ya lo estáis adivinando: En estas últimas palabras estamos adelantando otra grande y buena noticia que nos depara esta noche clara como el día, santa y llena de gracia. Ahora es San Pablo el heraldo: “Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que así, como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos una vida nueva”.

La vida de Cristo, la vida de Dios, la vida eterna, la vida que relativiza la muerte, los miedos, las desgracias y las penas, esa vida la hemos recibido en el bautismo. Se nos concedió en semilla, germinal, pero poderosa y pujante.

Esta noche es noche para iluminar nuestra vida con claridad nueva: Examinar si somos coherentes con nuestra condición de bautizados; pero examinar sobre todo, si somos conscientes y nos sentimos todo lo contentos que debemos sentirnos, por haber recibido el bautismo, por participar en la vida misma de Cristo resucitado; de participar, poco o mucho, pero ciertamente en algo tan preciosos e inmerecido como es la vida misma de Dios.


¡Enhorabuena!, Cristo ha resucitado. ¡Enhorabuena!, bulle en nosotros la vida de resucitados! Despertemos a la gratitud y al orgullo de ser bautizados y de ser creyentes en Cristo, que ha vencido a la muerte y al pecado. “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.

viernes, 25 de marzo de 2016

VIERNES SANTO (C)

Textos:

        Is 52, 13- 53,12
        Heb 4, 14-16; 5,7-9
        Jn 18,1- 19,42

Pongamos los ojos de la fe en la cruz y en el Crucificado. Pidamos en estos momentos la gracia de la contemplación, que brote el amor en nuestro corazón.

Miremos a Cristo, el rostro de Dios misericordia: “Si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan”. Cuando comienza de verdad su tormento, Jesús tiene presencia de ánimo para pensar en los demás, para pensar en sus amigos. Deja hablar a su corazón misericordioso y pide que no los condenen por causa de él: “Dejad que estos se vayan”. Y se fueron. Y Jesús se quedó solo.

La soledad de Jesús; cuando más consuelo y apoyo necesitaba, se queda solo, en manos de los que lo menosprecian, y de los que lo persiguen. Solo, pero libre, dueño de su destino, aceptando la voluntad del Padre. Solo de los hombres, solo de sus amigos: “¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?” –“No lo soy”. Solo del hombre de su confianza. ¿Qué le pasó a Pedro para fallar en una ocasión tan decisiva para él y para Jesús? ¿Qué nos pasa a nosotros?

Jesús solo, sí, y, además humillado: “Al oír esta respuesta, uno de los guardias, que estaban junto a él, le dio una bofetada…” La dignidad, el señorío de sí mismo, la soberanía de su condición divina quedan de manifiesto en el diálogo con Caifás. Pero uno de los guardias, un simple soldado raso, esclavo y sometido a poderes humanos, le da una bofetada. Poco después, otra vez por unos simples soldados: coronado de espinas, disfrazado ridículamente de rey, burlado, “Salve, Rey de los judíos”…, y le daban bofetadas”: Jesús abofeteado, menospreciado, humillado… ¡Cuánta humillación, cuánto dolor, cuánta humildad!

Y todavía otra consideración: Ante la cruz de Jesús crucificado, hemos de ver siempre a los crucificados de la tierra. La cruz de nuestro mundo fabricada con dos leños de muy diferente madera: Uno el poder del mal y del pecado, otro el dolor, el dolor de tantos crucificados en la tierra.

¡Cuánto mal y cuánto pecado en el mundo! Ideólogos que justifican el terrorismo, terroristas que matan niños, mujeres y ciudadanos indefensos; dirigentes que malversan fondos públicos; infidelidades matrimoniales, abusos sexuales; indiferencia ante la injusticia y la pobreza… Estos y otros pecados ultrajan a Jesús y lo clavan en la cruz.

Y por otra parte, ¡Cuánto dolor en el mundo! Dios no quiere, Dios sufre con el sufrimiento humano. Jesús mismo nos lo ha hecho ver: la viuda que se queda sin su único hijo, el paralítico que no puede saltar a la piscina, las muchedumbres, que sueñan con un mundo mejor, y se encuentran como ovejas sin pastor; los enfermos, los pobres, los pecadores…

Estos y los incontables dolores del mundo están sobre las espaldas y los brazos de Jesús crucificado.

Pero contemplemos al Crucificado en otro momento: Es un momento contemplado por su Madre, la virgen María, san Juan y las santas mujeres. Cristo sobre la cruz alzada: Una palabra bíblica nos descifra el significado de este hecho: “Y cuando el Hijo del Hombre sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esta tarde hemos escuchado otra frase que tiene el mismo sentido: “Mirarán al que atravesaron”. En Jesús crucificado vemos a Jesús resucitado. En la oscuridad misma de la cruz se atisba la aurora de la resurrección.

Que la Virgen María, al pie de la cruz, nos enseñe la sabiduría de la cruz.
Cristo crucificado es luz del mundo y da sentido para nuestra vida. La creación entera gime con dolores de parto; el dolor, el sufrimiento, la cruz de cada día, a la luz del Crucificado, se encuentran como en estado de buena esperanza; en su seno se alumbra ya el Reino de Dios, la felicidad y el gozo de todos los que creemos en él y le seguimos.

El mal, el pecado y la fuerza del pecado tienen ya sentenciado su final.


Luego, al adorar y besar la cruz: Haremos un acto de fe en la victoria de Cristo crucificado, y abrazaremos también nuestra cruz, la cruz que a veces nos ha aplastado, ahora las pondremos junto a la cruz de Cristo, cruz con cruz, su cruz con la mía, la mía junto a la suya. “Victoria, tú reinarás, ¡oh cruz, tú nos salvarás!”. 

jueves, 24 de marzo de 2016

JUEVES SANTO (C)


Textos:

         Éx 12, 1-8. 11-14
         1Cor 11, 23-26
         Jn 13, 1-15

Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la Nueva alianza sellada con mi sangre…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Eucaristía de Jueves Santo, preludio de la Pascua de Jesús, revelación suprema del amor y de la misericordia de Dios a los hombres. Nos reúne aquí una tradición de dos mil años, que garantiza la verdad y la vitalidad del acontecimiento que celebramos.

Y venimos necesitados de paz, de misericordia, de fe y esperanza, aterido nuestro ánimo por los sucesos trágicos cometidos por terroristas en Bruselas. Consternados también y con una cierta mala conciencia porque no encontramos modo de acoger a tantas personas que huyen del hambre, de la guerra, y se juegan la vida por intentar refugiarse en nuestros países.

Y, ¿por qué no decirlo?, venimos también necesitados de solidaridad, de un amor de misericordia y magnanimidad, que nos saque de nuestro individualismo, de una falsa compasión puramente sentimental, y nos dé ánimo generoso para ayudar eficazmente al vecino, al compañero, al familiar necesitado.

Sí, necesitamos la misericordia de Dios, para alcanzar misericordia nosotros y ser misericordiosos con los hermanos. Esta misericordia y este amor los encontramos nosotros en la Cena del señor, en la eucaristía.

Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre”. La eucaristía, hermanos, es una alianza de amor, un pacto de fidelidad divina, un acuerdo serio sellado con sangre, por parte de Dios con nosotros y con toda la humanidad. En la eucaristía Jesucristo realiza la Alianza definitiva e irrevocable, por la que Dios se compromete a estar siempre con nosotros, de nuestra parte para liberarnos del pecado y de toda clase de esclavitud.

La eucaristía, como Alianza de Dios en Cristo, nos dice que Dios está con nosotros, que está presente en nuestra historia y en nuestra sociedad.

En Bruselas hoy las comunidades católicas celebrarán, como nosotros, la Cena del Señor, y darán testimonio de que allí está Dios. Ahora, quizás más que nunca, necesitamos saber que la paz es posible, y la justicia es posible, y que un día llegarán. Necesitamos saber que Dios, para salvar el mundo apuesta por la eficacia del amor y de la misericordia.

Dios está con nosotros en la eucaristía diciéndonos que no es solución matar al hermano, pero sí lo es, estar dispuestos a dar la vida por el hermano, si es necesario. Dios está con nosotros en la eucaristía diciéndonos que el amor y la misericordia son el condimento necesario que ha de sazonar la justicia humana para que sea verdadera justicia, y ha de sazonar la paz entre los hombres, para que sea una paz duradera.

Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El amor y la misericordia que actúan en el sacramento de la alianza que es la eucaristía, no es mero sentimentalismo, ni idealismo etéreo:

En la eucaristía Jesús no da sólo su tiempo, ni solo su palabra , ni solo su cercanía a los pobres, que ya es mucho,; Jesucristo en la eucaristía se entrega por nosotros, está presente en acto de dar la vida por nosotros; en la eucaristía Jesucristo se da a sí mismo, se nos da del todo, hasta hacerse comida, para darnos vida.

Es algo muy serio recibir la comunión y comulgar con Cristo en la eucaristía. No demanda sólo intimidad de amistad, sino compromiso de darnos a los hermanos de verdad. No sólo manifestando un sentimiento de disgusto y de pena al ver en la televisión las víctimas del terrorismo, o las penalidades de los refugiados; no sólo dando una limosna que no desestabiliza ni las cuentas, ni el nivel excesivo de consumo; comulgar con Cristo que se entrega él, su persona, por nosotros, supone acercarme al prójimo necesitado en tal manera que él sienta de verdad que estoy con él, que le amo y que voy a hacer por él cuanto está a mi alcance. Porque lo considero persona humana, digno del amor de Dios y digno de mi dedicación y de mi ayuda y con derecho a recibirlas.

Hasta ahí llega el gesto y las palabras de Jesús en el lavatorio de los pies: “Pues, si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

domingo, 20 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS (C)

Introducción al Evangelio

Texto: Lc 22, 14-23, 56

Queridos hermanos:

Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, preludio de la celebración de la Pascua del Señor. Hemos comenzado con la procesión exultante y jubilosa por los claustros del monasterio.

Ahora nos hemos revestido de tonos rojos y de sentimientos de dolor para escuchar el relato de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, según san Lucas.

Permitidme unas consideraciones de introducción que suplan la homilía, y nos dispongan a escuchar con atención alguno de los momentos que vivió y sufrió Jesús, Señor y Salvador nuestro, Rostro verdadero del Dios de la Misericordia.

La infinita misericordia de Jesús queda patente en gestos como la mirada de perdón a Pedro que lo ha negado: “El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho”. Pendiente de la cruz y moribundo demuestra su corazón misericordioso en las palabras que dirige al buen ladrón: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Además, la oración: En los momentos y decisiones importantes de su vida Jesús ora y habla con su Padre, ahora, en este momento cumbre, también: De la oración saca fuerzas Jesús para afrontar este momento decisivo y supremo en su vida: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz… pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”; y momentos antes de morir: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Él, que ora, pide a los suyos, a nosotros, que oremos: “¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación”.

Y un contrapunto que nos conviene atender: Los discípulos que abandonan a Jesús y lo dejan sólo en este momento decisivo nos están enseñando que no podemos fiarnos en nuestras propias fuerzas.

La oración es la única arma que puede liberarnos de los miedos. La contemplación silenciosa de la cruz, es el único modo de comprender su sentido, y el sentido de la vida cristiana.

¿Dónde está Pedro y los demás discípulos? ¿Dónde estamos nosotros? Acerquémonos esta mañana y escuchemos a Jesús que habla con dificultad y dice: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Escuchemos:


domingo, 13 de marzo de 2016

DOMINGO V DE CUARESMA (C)

Textos:

Is 46, 16-21
Fil 3, 8-14
Jn 8, 1-11

Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
 
¡Qué sugerentes las palabras de la primera lectura!:”No penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Lo nuevo es la Pascua que se avecina; lo nuevo es el descubrimiento de Jesucristo, en esa faceta de ternura amorosa, de perdón, de acogida entrañable y de misericordia. Porque de la misericordia de Dios y de Jesucristo es de lo que nos habla el evangelio que hemos escuchado hace unos minutos.

Tres protagonistas en una escena humanamente dura, difícil y comprometida. De una parte, Jesús, de otra una mujer sorprendida en adulterio, y en frente, los fariseos.

Los fariseos no disimulan su mentalidad y su manera de entender la religión. Quieren apedrear a la mujer, porque así lo manda la ley. Hay que cumplir la ley y de la manera más rigurosa, sin ningún miramiento compasivo para la persona, que si bien ha caído en el pecado, no obstante sigue siendo persona digna de respeto y necesitada de ayuda.

La mujer pecadora está en medio; descubierta, juzgada y condenada. Ciertamente ha cometido una falta grave, pero sigue siendo persona, criatura de Dios, digna de una oportunidad para rehacer su vida.

No sabemos qué es lo que escribe Jesús en el suelo, podemos suponerlo a partir de las palabras que dirige a los fariseos: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Aquellos fariseos se sienten aludidos y en evidencia. Quizás les viene la memoria otro dicho de Jesús: “¿Cómo puedes decir a tu hermano: Déjame que te saque la mota de tu ojo, sin fijarte en la viga que tienes en el tuyo?”. Lo cierto es que dejaron las piedra y se escabulleron entre la gente.

Y ahora, miremos a Jesús:

La altura de miras, la grandeza de alma, el corazón compasivo y misericordioso de Jesús refuta y deja avergonzados a los fariseos. Para él, primero es la persona, sobre todo si es pobre y necesitada; y si es pecadora, es una oveja que hay que llevar de nuevo al redil. Primero dar a la persona la oportunidad de rehacerse. Las leyes, después, al servicio del hombre.

¡Qué admirables las palabras de Jesús, cómo revelan ternura, amor, compasión y empatía con aquella mujer juzgada, condenada y a punto de ser ejecutada…! ¡Qué alivio, qué alegría la de aquella mujer que no acaba de creer las palabras de comprensión y de compasión que escucha en boca de Jesús! –“Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? –Nadie, Señor. –Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

A las puertas, que estamos, de la Semana Santa, este Jesús misericordioso y compasivo, que condena el pecado, pero perdona al pecador y lo acoge, es una voz irrecusable que llama a la conversión, y también a la confesión.
Todos somos pecadores, todos necesitamos perdón y misericordia. Mirad, por ejemplo, si alguna vez no hemos juzgado al otro, creyéndonos nosotros buenos y hasta rigurosamente cumplidores de los mandamientos de Dios, pero inmisericordes y sacando las faltas de nuestro prójimo.

Aprendamos de este evangelio, y acudamos a Jesús para escuchar aquellas palabras que levantan el ánimo y liberan: “Tampoco yo te condeno. Anda, y no peques más”.

Hermanos, preparemos la Pascua.

domingo, 6 de marzo de 2016

DOMINGO IV DE CUARESMA (C)


Textos:
-Jos 5, 9ª. 10-12

-2Co 5, 17-21

-Lc 15, 1-3. 11-32
 

-“En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” 

-Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Avanza la cuaresma y nuestra madre, la Iglesia nos apremia a que aprovechemos la gracia de la conversión. En la segunda lectura, san Pablo nos dice con vehemencia: “Es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio: -“En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”

 ¿Sentimos la necesidad de reconciliarnos con Dios?

-En el evangelio hemos escuchado la parábola del Hijo Pródigo, que ahora preferimos darle el nombre de “Parábola del Padre de la misericordia”.

Jesucristo nos invita a mirar el rostro de Dios,  Dios Padre de misericordia. Necesitamos todos mirar a Dios.

Vosotras hermanas nos estáis diciendo con vuestra vida que nunca acabamos de conocer a Dios, que Dios siempre tiene algo que decirnos y algo que revelarnos de sí mismo y sobre nosotros.

Necesitamos mirar a Dios, buscar su rostro. Lo tenemos olvidado, o quizás, peor, lo damos ya como conocido y muy oído.

Nuestro papa Francisco ha declarado este año como el año de la misericordia. La mirada del papa va mucho más lejos de cuanto podemos pensar. Él considera que gran parte de nuestra sociedad  prescinde de Dios, lo considera irrelevante para su vida; algunos, incluso, lo consideran perjudicial. Esto ocurre, porque no conocen al Dios verdadero, no conocen el verdadero rostro de Dios, el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. Tienen de Dios una idea confusa y falsa. Además, añade el papa Francisco, los cristianos tenemos una gran responsabilidad en este fenómeno lamentable, porque nuestra manera de vivir y nuestro ejemplo no transmiten una imagen de Dios convincente y digna de ser considerada.

Hermanos y hermanas: ¿Qué idea de Dios tenemos? ¿Qué idea de Dios reflejamos?

Hoy, en esta eucaristía, somos llamados a descubrir el rostro de Dios. “Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro”.

Ante Dios, Padre de misericordia, si me considero hijo pródigo, puedo sentirme, a pesar de todos los pesares, buscado por mi Padre Dios, amado y perdonado por él,que me sigue considerando su hijo. Y desde ahí, hoy puedo volver renovado a mi casa, a nuestra casa familiar, la Iglesia, para llevar una vida nueva  de hijo de Dios, eternamente agradecido y comprometido a trabajar por su Reino.

Ante Dios, Padre de misericordia, si me sitúo como hijo mayor, puedo escuchar de la boca de Dios mismo: “Hijo, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”; no estás aquí con un contrato laboral para recibir un salario  según que rindas más o menos. Eres mi hijo, somos una familia: Todo lo mío es tuyo, mi hijo pequeño es tu hermano; abre los ojos somos una familia y nuestros lazos son lazos de amor desinteresado y de misericordia. No son contratos entre un amo y un asalariado. No quieras sacar cuentas y hacer comparaciones; deja hablar a tu corazón. Y alégrate por tu hermano “que estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Este, queridos hermanos y queridas hermanas es el rostro de Dios que nos revela Jesús hoy en la parábola del Padre de la Misericordia. Dejémonos ganar por la lógica y el  corazón de Dios, y vengamos al altar para  celebrar el banquete no con terneros cebados, sino con el cuerpo y la sangre del Cordero de Dios, Jesucristo, en la eucaristía.