La figura de San Benito


San Benito, el fundador de los benedictinos, nace en Nursia (Italia) por el año 480, en un momento histórico muy complejo, que tiene algo parecido con el actual: una época de crisis, motivada en parte por un profundo cambio cultural, el fin del Imperio Romano. Empieza sus estudios superiores en Roma, pero los abandona pronto porque no le satisface la decadencia y la corrupción que allí se vivía. Su búsqueda interior lo lleva pronto a retirarse a la soledad. Deja los libros y  los bienes paternos y se retira a un valle salvaje en los alrededores de Subiaco para  permanecer allí en el silencio y el duro aislamiento a la escucha de la voz de Dios. En aquella cueva pasó tres años. El duro aprendizaje de la soledad forja su espíritu y le abre el corazón al verdadero conocimiento  de sí mismo, realiza el camino de unificación interior y se transforma en un hombre de Dios.
La primera palabra de la Regla que escribió revela el núcleo de la experiencia de S. Benito en la cueva: “¡Escucha!, inclina el oído” (de tu corazón). Este es el secreto. Benito escucha una palabra en el silencio y se convierte así en el padre de una civilización que nace de la contemplación, una civilización del amor que nace de la escucha de la palabra que brota de las profundidades de la Trinidad. En seguida comenzaron a llegar los discípulos y surgieron los monasterios, y así se desarrolló una civilización alrededor de ellos.
Los benedictinos serán los primeros misioneros de la Europa nueva que va naciendo de los escombros del viejo Imperio Romano. Por ello, no es de extrañar que el Papa Pío XII lo declarara en 1947 Padre de Europa y años más tarde, en 1964, Pablo VI lo proclamará Patrono de Europa.
La Regla de S. Benito se impuso muy pronto en el monacato occidental y tuvo una extraordinaria difusión. Se destacaba por su sentido de equilibrio: sólo pretendía ser un instrumento modesto al servicio de los que quieren caminar por las sendas del Evangelio, al servicio del más alto ideal: No anteponer absolutamente nada a Cristo, pues, el centro de la vida monástica es Cristo.
Los monjes y monjas de S. Benito fieles al Ora et Labora en comunidad fueron como levadura espiritual para mantener en tensión al pueblo cristiano hacia lo único esencial: la primacía de Dios en medio de la sociedad; se extendieron por Europa, pero hoy su hogar es el mundo entero. Presentes en los cinco continentes, numerosas fundaciones han visto la luz en las Iglesias jóvenes en el siglo pasado.