domingo, 30 de abril de 2017

DOMINGO III DE PASCUA (A)

-Textos:

       -Hch 2, 14. 22-28
       -Sal 15, 1-11
       -1 Pe 1, 17-23
       -Lc 24, 13-35

Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Qué fuerza y qué temple apostólico reflejan las palabras de Pedro a las gentes de Jerusalén en el discurso que hemos escuchado en la primera lectura: “Lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte…”

Y en contraste llamativo, cuánta tristeza y desaliento revelan las palabras que comentan con Jesús los dos discípulos que caminan a Emaús: Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel”.

Y nosotros, ¿en qué estado de ánimo nos encontramos esta mañana después de haber vivido la Pascua en las celebraciones de los días pasados?

La vuelta a la vida ordinaria, el ambiente poco religioso que se respira en la calle, la lucha de cada día, la rutina, puede inducirnos a la apatía y al pesimismo. “Nosotros esperábamos que todo el mundo reconociera a Jesucristo como salvador, sin embargo, al menos en nuestra tierra, parece que cada día está más olvidado”.
No caigamos en la tentación del desaliento. Nosotros también actualmente, en medio de esta sociedad plural y secularizada, podemos llegar al convencimiento firme y entusiasmante de que Jesucristo ha resucitado y vive y nos da su Espíritu.

El precioso evangelio que se nos ha proclamado hoy es sumamente aleccionador. No nos quedemos solo con el lamento inicial de estos discípulos que caminan con Jesús sin advertir que es el mismo Jesús quien les acompaña. Recojamos dos frases que son también de ellos mismos:

¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Escuchar la Palabra de Dios, ésta es la primera fuente de la que mana la noticia cierta de que Cristo vive y ha resucitado. La Palabra de Dios que podemos escuchar sobre todo cuando en nombre del Dios nos reunimos aquí, en la asamblea cristiana; también cuando escuchamos las enseñanzas del papa y del magisterio de la Iglesia, en la oración silenciosa y privada, en la “lectio divina” y en otros momentos.

Oímos tantas palabras, tan distintas y contradictorias… ¿Cómo podremos mantener la fe y acrecentarla, si no escuchamos la palabra que la suscita?
Hermanos: para creer que es verdad, que Cristo ha resucitado, escuchar la Palabra de Dios, con regularidad, con constancia.


La segunda frase, que me permito poner a vuestra consideración, también la oímos de boca de estos dos discípulos que han ido a Emaús y han vuelto a Jerusalén: “Y ellos contaron… cómo lo habían reconocido al partir el pan”. “Te conocimos, Señor, al partir el pan; tú nos conoces Señor, al partir el pan”, cantamos en una canción que ha tenido fortuna en nuestras reuniones litúrgicas. Sí, hermanos, la eucaristía de cada domingo y de cada día, es el lugar y el momento más propicio para adquirir el convencimiento cierto y la experiencia más reconfortante de que Cristo ha resucitado, que ha vencido al muerte y al pecado y nos da la vida eterna. Los cristianos no podemos vivir sin la eucaristía, decían los primeros cristianos. “La eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana, nos dijo el Concilio Vaticano II, porque ella contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo, nuestra Pascua”. 

domingo, 23 de abril de 2017

DOMINGO II DE PASCUA (A)

-Textos:

       -Hch 2, 42-47
       -Sal 117, 2-4.13-15.22-24
       -1 Pe 1, 3-9
       -Jn 20, 19-31

Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿Cómo os ha ido el Triduo pascual y la Semana Santa? Quizás habrá que preguntar también, ¿Cómo os han ido las vacaciones?

Volvemos a la vida ordinaria: El trabajo, el colegio, las clases, los paseos, el régimen, la cita médica…, y la eucaristía de cada domingo.

El evangelio de hoy comienza diciendo: “Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”.

Sin duda, hay muchos motivos para sentir miedo. Pero me permito la confianza de preguntar: ¿Estamos como los primeros discípulos en nuestra casa, en nuestra iglesia, con las puertas cerradas por miedo?

¿Miedo al terrorismo? ¿Al fervor religioso de otras confesiones religiosas? ¿A la cantidad de cristianos católicos bautizados que abandonan la práctica religiosa? ¿A las corrientes de pensamiento que consideran inútil la religión y proponen la ciencia y la técnica como la salvación del mundo? ¿A qué tenemos miedo?

Otro es el ambiente que se palpa en la Carta de san Pedro, en la segunda lectura: ¡Bendito sea Dios, que…por la resurrección de Jesucristo nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva… La fuerza de Dios os custodia en la fe… Alegros de ello, aunque de momento tengáis que sufrir pruebas diversas…No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación”.

Esta mañana Jesús viene a nuestro encuentro igual que aquella tarde del primer domingo, y nos dice: “Paz a vosotros”. Y nos repite de nuevo: “Paz a vosotros”. Pero, atención, continúa diciendo: “Como el Padre me ha enviado, así os envió yo”.

Quiere decirnos: Abrid las puertas y salid de casa, salid del templo, salid de un cristianismo rutinario y demasiado cómodo. Para eso, sí: “Recibid el Espíritu Santo”; recibidlo para salir a la calle, al trabajo, a vuestras familias, también a los barrios, y a otros países necesitados de necesidades materiales y sobre todo, de fe; id a los que no creen y a los que han abandonado la fe.

Porque sois bautizados y tenéis poder para perdonar los pecados, es decir para salvar a vuestros hermanos: tenéis el Espíritu Santo; tenéis realmente poder para anunciar el evangelio y ganar a vuestros hermanos para una esperanza nueva y una vida mejor.

Abrid vuestros templos, salid a las periferias. Hermanos, podéis preguntar: Pero nosotros ¿qué podemos hacer?

Repasemos la primera lectura; algunas cosas de las que dice puede que no se puedan aplicar literalmente; pero el programa es un modelo que sirve para nosotros hoy, igual que ayer y siempre:: “Los hermanos eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en la oraciones… Los creyentes vivía todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y repartían entre todos, según la necesidad de cada uno”.

Este modelo de vida cristiana, queridas hermanas y queridos hermanos, da fruto, evangeliza: “Eran bien vistos, dice la carta, de todo el pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando”.


Nosotros, queridos hermanos, que hemos recibido el Espíritu Santo en el bautismo, nos encontramos reunidos en torno a la eucaristía, donde gozamos de la presencia viva de Jesús; ahora, al terminar la misa, solo nos falta tomar muy en serio las palabras de Jesús: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo”, y salir a anunciar el Evangelio por todas partes.

domingo, 16 de abril de 2017

DOMINGO DE RESURRECCIÓN (A)

-Textos:

       -Hch 10, 34. 37-43
       -Sal 117, 1-2.16-17.22-23
       -Co 3, 1-4
       -Jn 20, 1-9

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro: vio y creyó”.

¡Enhorabuena!, queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos, ¡Enhorabuena! Jesucristo ha resucitado. Jesucristo ha vencido a los dos enemigos más grandes que amenazan al hombre y a todo el mundo creado: la muerte y el pecado.

¿Cómo hacer para que esta buena noticia alegre de verdad nuestra vida y la transforme?

Pedro, Juan, los primeros testigos de la resurrección son los fundamentos de nuestra fe. Pero, además de fundamentos, son también modelos para nuestra fe.

El evangelio que hemos escuchado tiene muchos matices y muchas enseñanzas, pero os invito a poner la atención en aquel discípulo del que se dice que “vio y creyó”. Fijémonos bien, nos aconseja san Agustín, “vio y creyó”. Vio un sudario, unas vendas en el suelo y el sudario bien doblado aparte, y “creyó”. No es lo mismo ver que creer. El discípulo amado ve vendas y sudario, ve el sepulcro vacío. Pero cree en algo que no se ve, cree en un hecho que trasciende los sentidos: que Jesús ha resucitado.

Juan, el discípulo amado puede guiarnos para que también nosotros vayamos más allá del ver, tocar y palpar, más allá de la epidermis de las cosas y de los acontecimientos, para que lleguemos a creer.

En estos tiempos estamos obnubilados por la ciencia y la técnica, es preciso saber creer, curtirnos en la virtud fundamental y fundante de la fe.
El discípulo amado de Jesús “vio y creyó”. ¿Qué podemos aprender de este discípulo?

Este discípulo era Juan, hermano de Santiago el Mayor, que, en la Última Cena, con toda confianza se recostó en el pecho de Jesús y le pidió confidencialmente que le revelara quién era el traidor. Jesús amaba a Juan y Juan amaba profundamente a Jesús. Juan estuvo cerca, muy cerca de Jesús, en el momento dramático de la crucifixión, al pie de la cruz junto con la virgen María. Y Juan corre muy deprisa al sepulcro, cuando le advierten que pasa algo extraño y sorprendente.

Juan, en el sepulcro, “vio” primero el sepulcro vacío y vio también unas vendas y un sudario bien doblado: Todo esto era sorprendente: El sepulcro y las ropas eran lo que eran, pero tenían algo más, eran unas señales que daban qué pensar.

Y esto ocurre siempre y con todo: Los hechos de la vida son más que cosas que ocurren o cosas que se ven y se palpan, son signos, nos remiten a Dios. Dios habla siempre. Nuestra historia, lo que vivimos, lo que nos sucede, lo que vemos dice más de lo que parece, nos habla de Dios; Dios nos habla en la historia y a través de la historia y de nuestra historia.

Pero hay que saber escucharle. Y lo que nos enseña Juan, el discípulo amado, es que la mejor disposición para escuchar a Dios y descubrir la presencia de Cristo vivo y resucitado es amar, amar de verdad, y en verdad, es decir, amar como Jesucristo nos ama.


Así, el amor predispone a la fe y la fe alimenta el amor. Amando con amor verdadero, estamos en las mejores disposiciones para creer en Dios y en Jesucristo resucitado; para descubrir el mundo, la vida, nuestra propia historia como señales que nos remiten a Dios, señales que nos llevan a descubrir a Cristo resucitado presente y actuante en el mundo por medio de su Espíritu.

sábado, 15 de abril de 2017

VIGILIA PASCUAL (A)

-Textos:

       -Ro 6, 3-11
       -Sal 117, 1-2.16-17.22-23
       -Mt 28, 1-10

No está aquí: ¡Ha resucitado!”

Ha resucitado”. Estas palabras resuenan hoy, en esta noche, para nosotros y hacen presente el mismo acontecimiento insospechado, increíble, pero trascendental, salvador y sembrador de esperanza, que ocurrió hace más de dos mil años, y del que fueron testigos privilegiados María Magdalena y la otra María.

¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo vive!

Jesucristo, vencedor de la muerte y del pecado, es verdaderamente luz del mundo, sal y fermento incorruptibles para la humanidad y para el universo entero. Jesucristo, glorioso en el cielo y presente en la tierra por su Espíritu ha vencido a los dos mayores enemigos del hombre: la muerte y el pecado.

A partir de su victoria, podemos decir con el poeta: “Morir solo es morir; morir se acaba”. La muerte no es un suceso fatal y definitivo.

A partir de su resurrección y su victoria, el pecado ha perdido su aguijón; en su raíz está vencido. Quien cree en Jesucristo, quién por la fe deja que la fuerza del Espíritu Santo y la vida misma de Dios transformen su corazón, su mente, su voluntad sus sentimientos, puede dominar sus pasiones, cumplir la voluntad de Dios y vivir consagrado al servicio del amor al prójimo, de la justicia, la libertad y la paz.

El anuncio de esta noche abre en el mundo una luz de esperanza. Si la muerte y el pecado no tienen la última palabra, merece la pena vivir, merece la pena luchar. El amor, el amor como el de Cristo, tiene la última palabra. Vivir como Jesús, trabajar por el Reinado de Dios, poner en práctica el evangelio lo bendice Dios, dejan paz y felicidad en el corazón y construyen un mundo mejor y más humano.

Nosotros, esta noche, tenemos que dejarnos empapar por la gracia que, como rocío de primavera, rezuma en la liturgia que estamos celebrando. Esta gracia quiere provocar en nosotros la misma alegría, la misma experiencia de conversión y de adhesión a Jesucristo que tuvieron los primeros testigos, que nos transmitieron atónitos y deslumbrados la gran noticia: “No está aquí, no está en el sepulcro; ha resucitado”.

Un momento privilegiado para recibir esta gracia puede ser la renovación de las promesas bautismales. Esta noche santa, clara como el día, está grávida tanto de la gracia de la fe en el resucitado como de la gracia de redescubrir y revitalizar la naturaleza propia de nuestro bautismo.

Permitidme que repita, casi sin comentarios algunas de las frases que hemos escuchados en la epístola de san Pablo. Ellas sí que son también sal de la buena y fermento incorruptible, capaces de transformar nuestras vidas y la vida entera del mundo: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte… “Por el bautismo ha quedado destruida nuestra personalidad de pecadores y hemos quedado libres de la esclavitud del pecado”; “Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo (los bautizados), creemos que también viviremos con Él, por tanto, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios”.


¡Ah, hermanos, si conociéramos bien quiénes somos, cuál es la riqueza, la grandeza y la responsabilidad que entraña nuestro bautismo…! Seríamos mucho más felices, y seríamos, de verdad, los más poderosos agentes de un mundo nuevo y mejor.

viernes, 14 de abril de 2017

VIERNES SANTO (A)

-Textos:

       -Is 52, 13-53, 12
       -Sal 30, 2.6.12-17.25
       -Hb 4, 14-16; 5, 7-9
       -Jn 18, 1-19, 48

Todo está cumplido”

Hermanas, hermanos todos: Viernes Santo, silencio, ha muerto el Señor.

Pero Jesucristo crucificado es el Verbo de Dios, es la Palabra de Dios. El silencio de Cristo crucificado es silencio que habla, silencio elocuente.

Contemplemos primero, dos diálogos: Jesús es interrogado por Pilato: ¿“Conque tú eres rey”? Jesús, sabe que se juega la vida, pero confiesa paladinamente su identidad: "Sí, soy Rey. Para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad". Otro diálogo: Pedro es interrogado por una mujer, la portera del pretorio: -“¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?”. Pedro oculta su identidad, responde falsamente: “No lo soy”.

Hermanos, ¿damos la cara por Cristo? ¿Ocultamos nuestro bautismo? ¿Disimulamos nuestra identidad cristiana?

Sin embargo, el mal y el pecado son mucho más atrevidos y se manifiestan en el mundo sin vergüenza ninguna: “Queréis que os suelte al rey de los judíos? –“A ese, no, a Barrabas”. Muchos de los que gritaban de esta manera, sin duda, habrían visto a Jesús que pasaba haciendo el bien, expulsando demonios y curando a los enfermos. ¡Qué fácilmente prende el mal en los corazones débiles; y cuánta habilidad manifiesta para hacer daño y pervertir la conciencia, cuando prende en el corazón de los malvados!

Ayer por la tarde, no sé si en la misma catedral derruida por el atentado, se sentaban con nosotros y como nosotros, en la mesa de la Cena del Señor, hermanos nuestros coptos, llenos de fe, pero con el corazón sangrante todavía por el dolor de los hermanos que el domingo de Ramos habían muerto víctimas de la locura terrorista. La fuerza del mal y del pecado: ¡Somos familia de mártires! ¿Caemos suficientemente en la cuenta?

Pero al fin, hermanos, el Verbo de Dios crucificado interrumpe el silencio y nos habla.

Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Esa mujer es María, ese hijo soy yo; esa mujer es la Iglesia, con mayúsculas, ese hijo soy yo. “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. ¡María es Madre mía! ¡la Iglesia es Madre mía! Guardemos silencio, no puede ser más elocuente.

Y sigue Jesús: “Tengo sed”; Tengo sed de ti. Santa Teresa de Calcuta oyó esta voz contemplando al Crucificado y se lanzó a recoger en sus brazos a todos los pobres del mundo.

Todavía, guardemos silencio, la última palabra de Jesús: “Todo está cumplido”. A los ojos de los hombres todo es un fracaso. A los ojos del Padre Dios, todo está cumplido. Todo: porque he cumplido con la máxima perfección la voluntad de Dios; todo, porque he amado a todos los hombres hasta el extremo, hasta dar la vida por ellos.

Aquí está el secreto y la sabiduría de la cruz: En el más cruel e ignominioso de los delitos humanos, resplandece la máxima revelación del amor divino.


Que el Espíritu Santo que nos entregas al expirar tu último aliento nos conceda la gracia de encontrar en lo hondo de nuestro espíritu y en el silencio de la fe la Palabra encarnada que vence al miedo y al pecado, que enamora mi vida e ilumina mi sendero.

jueves, 13 de abril de 2017

JUEVES SANTO, MISA DE LA CENA DEL SEÑOR (A)


-TEXTOS:

       -Ex 12, 1-8. 11-14
       -Sal 115, 12-18
       -1 Co 11, 23-26
       -Jn 13, 1-15

Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros… También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.

Queridas hermanas benedictinas, queridos hermanos todos:

Tarde de Jueves Santo, Última Cena del Señor con sus discípulos, la eucaristía, manifestación suprema del amor de Dios a los hombres. Nosotros nos sentimos convocados por Dios para redescubrir, para agradecer, para participar en este misterio fuente y cumbre de la vida cristiana.

Meditemos esta tarde algunos de sus aspectos más valiosos:

Dos veces repite san Pablo en su relato la palabra entrega: “La noche en que iba a ser entregado…”, dice; y luego, al transmitir las palabras mismas de Jesús: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros…”. Jesucristo está realmente presente en la eucaristía; “Estos es mi cuerpo”, quiere decir “Esta es mi persona”, esta es mi persona que se entrega por vosotros.

Jesucristo en la eucaristía está dándose, en actitud de darse a todos los hombres. No es su presencia como una estatua de piedra, muy bella a la vista, pero fría y estática; ni como una fotografía muy querida y bien guardada en un relicario pero que no se saca, para que no se pierda. Jesucristo, “en la noche en que iba a ser entregado… se entregó, entregó su persona, se dio a sí mismo. Y añadió: “Haced esto en memoria mía”. Es decir: “Yo estaré con vosotros dando mi vida, dándome, cada vez que hagáis esto en memoria mía”.

Este es un aspecto muy importante de la eucaristía, pero permitidme que señale también otro, que Jesús puso de relieve cuando toma el cáliz: “Este cáliz, dice, es la nueva alianza sellada con mi sangre”.
¿Sabéis en qué consiste la “Nueva alianza”? En palabras de Jeremías: “Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Jesucristo en la eucaristía identifica plenamente su querer con el querer del Padre, de manera que en él la voluntad de Dios no tiene carácter de obligación, porque él quiere libremente, con toda su alma y todo su corazón, el querer del Padre.

Y esta es la buena noticia, queridos hermanos: Cuando participamos en la eucaristía, comulgamos con Cristo; nuestro corazón se renueva; nuestro querer se va haciendo querer de Jesús, que se identifica con el querer mismo de Dios. Nuestro corazón se renueva desde dentro, vamos logrando querer lo que Dios quiere; no sin esfuerzo, pero libremente, con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma. Se cumple en nosotros la Nueva Alianza.

Por fin, hermanos, los hombres si creemos en Jesucristo, si participamos en la eucaristía, si comulgamos en su Cuerpo y en su Sangre, podemos cumplir la voluntad de Dios.

Y permitidme, hermanos, en esta tarde memorable, que me alargue un poco, para sacar algunas consecuencias: “También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.

Si participamos en la eucaristía, si comulgamos con Cristo que se entrega, también nosotros debemos darnos unos a otros. Sobre todo, si la eucaristía nos da fuerzas para que nos demos a los demás y hasta entreguemos la vida por los hermanos.

Hermanas, vosotras que disfrutáis la gracia de participar todos los días en la eucaristía y vivís en comunidad, vosotras podéis ser profecía de una humanidad reconciliada, en la que el prójimo no es mi rival, sino mi hermano.

Queridos hermanos seglares, laicos, habéis recibido el bautismo, sois invitados cada domingo y cada día a participar de la eucaristía: la eucaristía es tarea, pero antes y, sobre todo, la eucaristía es fuente de energía. La eucaristía es sal y fermento universal para hacer que en este mundo sea posible la convivencia asentada en el amor, un amor como el de Cristo.

Nada humano nos debe ser ajeno: ¡Y cómo sufre la humanidad! Hoy día del amor fraterno: Los enfermos desasistidos, los ancianos relegados, las familias divididas, los matrimonios rotos; los refugiados que no encuentran acogida, los adultos que no encuentran trabajo… Y otras mil dolorosas situaciones… los que mueren atravesando el mar, la amenaza del terrorismo y de la guerra, la violencia de género; la banalización del sexo y del amor; la idolatría del dinero…


La eucaristía nos da fuerza, y por eso, nos urge a tomar partido en estas causas. Sí, tomar partido, pero con el evangelio en la mano. “Si yo, el Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

domingo, 9 de abril de 2017

DOMINGO DE RAMOS (A)

-Textos:

       -Mt 21, 1-11
       -Is 50, 4-7
       -Sal 21, 8-9,17-24
       -Flp 2, 6-11
       -Mt 26, 14- 27,66

Realmente, este era Hijo de Dios”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¡Qué contraste tan notorio acabamos de sentir, entre los cantos victoriosos y alegres de la procesión con los ramos y, ahora, la lectura penosa y dramática de la pasión y muerte de Jesús!

Bendito el que viene en nombre del Señor” cantábamos en la procesión; y en la proclamación de la pasión, cuando el pueblo judío condena a Jesús por impostor y blasfemo, un pagano, el centurión, reconoce y confiesa: “Verdaderamente, este era Hijo de Dios”.

Jesús Mesías, enviado de Dios, Jesús Hijo de Dios. Comencemos esta Semana Santa, haciendo un acto de fe y guardando en la memoria lo que hemos cantado y hemos oído en esta celebración: Jesucristo es el Hijo de Dios, el Mesías, el enviado de Dios para salvar al mundo.

Entremos en estos días santos haciendo presente esa verdad que se esconde en el misterio de las celebraciones litúrgicas: Cada celebración comunica una gracia singular, una gracia correspondiente al misterio que conmemora.

Gracia que, en el Jueves Santo, nos lleva a compartir en el banquete de la eucaristía la vida de Cristo y la solidaridad con los hermanos; gracia que nos fortalece para afrontar las dificultades de la vida, adorando y abrazando la cruz de Cristo en la tarde del Viernes Santo; gracia que nos descubre de manera nueva nuestra identidad cristiana en la noche luminosa de la Vigilia pascual; gracia de vida y alegría, que nos llena de esperanza en la mañana jubilosa del Domingo de Resurrección.

Hermanos: En Semana Santa, seguir a Jesús quiere decir acudir a las celebraciones litúrgicas de cada día; ser cristianos en Semana Santa es participar, sobre todo, en las celebraciones litúrgicas; también en las procesiones y otros actos de carácter religioso, pero sobre todo en las celebraciones litúrgicas.

Es una oportunidad que la Iglesia nos ofrece, es una responsabilidad moral. No podemos contribuir a disolver la Semana Santa en unas vacaciones agotadoras con viajes que llenan las arcas de las agencias y los hoteles. Allí donde estemos o vayamos, participemos en las celebraciones litúrgicas.


Jesucristo es el que viene en el nombre del Señor, es verdaderamente el Hijo de Dios, para salvar al mundo. Creamos y alimentemos nuestra fe.

domingo, 2 de abril de 2017

DOMINGO V CUARESMA (A)

-Textos:

-Ez 37, 12-14
-Sal 129, 1-8
-Ro 8, 8-11
-Jn 11, 1-45

Yo soy la resurrección y la vida”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Morir sólo es morir; morir se acaba”. Somos criaturas de Dios para la eternidad. Esta es nuestra fe, y esta es la buena noticia que nos comunica el evangelio que hemos escuchado.

Lo que llamamos milagro de la resurrección de Lázaro, no es en sentido estricto una resurrección, es devolver a Lázaro a la vida de este mundo, a la vida natural. Lázaro después de algún tiempo, volvió a morir. Resurrección es lo que hizo Jesús, después de morir crucificado. Es decir, volver a vivir, una vida nueva, una vida que ya no muere. Una vida divina, la vida eterna, que a él le corresponde por su naturaleza divina.

Y esta vida divina y eterna, que ha vencido a la muerte, es la que Jesucristo nos ofrece por la fe en el bautismo. Nos la comunica en germen, en semilla, para que nosotros la vayamos cultivando mientras peregrinamos por la tierra.

El milagro de Jesús de devolver a la vida de este mundo a su amigo Lázaro es la prenda de garantía que nos presenta Jesús, para que creamos en él y en lo que él ha ganado para nosotros y para todos los hombres, si seguimos su camino y cumplimos la voluntad de Dios.

Hoy, desde la sed de vida y de felicidad que sentimos todos, tenemos que escuchar con los oídos bien abiertos estas palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.

Morir sólo es morir; morir se acaba. Sí. Porque, si creemos en Jesús, si seguimos sus pasos y cumplimos los mandamientos de Dios, se desplegará maduro y espléndido el germen de vida eterna que se nos dio en el bautismo. El morir será un paso, una puerta para entrar a participar plenamente de la felicidad y la vida divinas en Dios y con Dios y con todos los santos, sin las limitaciones del tiempo y del espacio y sin la pesantez de la vida de este mundo.

No he terminado, queridas hermanas y queridos hermanos: Quiero atraer vuestra atención sobre la pregunta que hace Jesús a Marta después de aquella trascendental revelación: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Jesús le dice: “¿Crees esto?”." ¿Crees esto?", nos dice hoy Jesús a todos.

Nos quedamos con la respuesta de Marta: "-Sí Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo".