lunes, 15 de agosto de 2022

SOLEMNIDAD DE LA ASUNCION DE LA VIRGEN MARIA EN CUERPO Y ALMA A LOS CIELOS

 

-Textos:

            -Ap 11, 19ª; 12, 1. 3-6ª. 10ab

            - Sal 10bc. 11-12ab. 16

            -1 Co 15, 20-27ª

            -Lc 1, 39-56

“Dichosa tú, que has creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá”.

La Virgen de agosto, como se dice en los pueblos, la  Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos es una fiesta que despierta y alienta nuestra esperanza.

El primer triunfo de la resurrección de Jesucristo ha sido el triunfo de María sobre la muerte. María está ya con todo su ser –cuerpo y alma- en el regazo del Padre Dios, al lado de su Hijo. En el prefacio de la misa de hoy escuchamos: “Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro”.

La Virgen María, en cuerpo y alma, en el cielo  es la anticipación de lo que nos espera a  todos nosotros sus hijos. Su destino es nuestro destino. Estamos llamados a participar, como ella, con todo nuestro ser, cuerpo y alma, en la resurrección y victoria de Jesucristo.

La fiesta de la Asunción de la Virgen nos enseña y nos confirma en  unas verdades, que nos llenan de consuelo y esperanza. Existe el cielo, existe la vida eterna: una mujer, una criatura humana como nosotros, ciertamente excepcional: Virgen, inmaculada Madre de Dios y Madre nuestra-,  ha llegado allí. Dios, que nos creó por amor, nos ha destinado a todos a una vida eterna y feliz en el cielo. Somos criaturas para la eternidad.  En este valle de lágrimas, Maria es para nosotros esperanza de vida eterna.

La vida humana está trenzada de penas, alegrías y dolores. La sequía y el calor persistentes, las guerras, la pandemia, las dificultades económicas, son circunstancias que nos empujan al pesimismo. Por otra parte, vemos  a nuestro alrededor mucha gente que olvida aquellas preguntas que todos llevamos dentro: ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Por qué aún en los momentos más felices de mi vida, me quedo insatisfecho? ¿Merece la pena darme a los demás? ¿O es mejor olvidarme de estas preguntas, y auto-convencerme que todo se acaba con la muerte?

¿Pero es posible vivir sin que me asalten alguna vez estas preguntas u otras parecidas?

La fiesta de la Asunción de María es un grito de fe en que es posible la salvación y la felicidad. Es una respuesta a los pesimistas, y a los que para no angustiarse prefieren no pensar. Es también una respuesta a los materialistas que se agarran a lo que creen que es lo único seguro: dinero, fama, placer y poder, aunque haya que soportar muchas frustraciones, y dejar mucha gente en la cuneta de la vida.

La fiesta  de la Asunción de María es la prueba de que el destino del hombre no es la muerte sino la vida. Y la vida feliz plena y total, del cuerpo y del alma. En María ya ha sucedido. En nosotros nos sabemos cómo ni  cuándo sucederá. Pero tenemos plena confianza en Dios: lo que ha hecho en ella, quiere hacerlo en nosotros. La historia tiene un final feliz.

Queridos hermanos: Hemos pedido en la oración inicial: “Te pedimos, Señor,  que  aspirando a las realidades divinas lleguemos a participar con la Virgen de su misma gloria en el cielo”.

 

domingo, 14 de agosto de 2022

DOMINGO XX T.O (C)

 

Textos:

            -Jer 38, 4-6. 8-10

            -Sal 39, 2-4. 8

            -Heb 12, 1-4

            Lc 12, 49-53

“He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo!”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿De qué fuego nos está hablando Jesús, nuestro Señor? En unas circunstancias en que estamos todos lamentando porque los bosques se están quemando a causa, entre otras,  de unos calores extremados y agobiantes, ¿de qué fuego se trata?

Jesús está hablando del amor de Dios inconmensurable, infinito a los hombres y a la creación entera. Está hablando del Reino de Dios que él ha venido a traer y quiere implantar en el mundo. Jesús arde en amor de su Padre Dios y quiere por encima de todo inflamar el mundo en ese mismo amor.

Queridos hermanos y queridas hermanas, la fe, la fe cristiana es una relación de amor, de amistad real y sentida con Jesucristo. Creer, antes y más que un comportamiento es una relación de amor. Porque amamos con el amor de Dios, podemos comportarnos como Dios quiere. Creer es más que un acto de la razón es un acto del corazón.

Cuando hablamos de la fe de nuestro hijos, de nuestros nietos, y lamentamos que no sigan nuestra manera de practicar la fe, y que vivan sin mayor referencia a las prácticas y a las creencias cristianas, nos solemos consolar diciendo: “Pero al menos son buenos chicos, estudian, trabajan por prepararse bien para el futuro,  respetan a los demás y saben divertirse sin pasarse demasiado. Es una pena, decimos,  que no vayan a misa y que a lo de  la religión  no le den importancia.

La verdadera pena es que nosotros no hayamos  sabido o no hayamos logrado transmitirles el secreto, la médula de la fe cristiana. La fe en Jesucristo y en su evangelio es la perla preciosa, el tesoro escondido por lo que merece la pena venderlo todo. La fe es el fuego y la energía que con mayor potencia ilumina el sentido de la vida; impulsa y  da energía para luchar en las dificultades, en las enfermedades, en los contratiempos y en las desgracias; da ánimo y tenacidad para emprender lo más difícil, da sentimientos de solidaridad con los pobres de fraternidad para crear comunión, de amor para amar y perdonar.

Porque la fe es la fuente del amor, del verdadero fuego de amor; amor como el de Jesucristo: amor capaz de transformar y cambiar el mundo.

Y nosotros nos resignamos y nos conformamos con que nuestros hijos sean buenos, estudiosos, y aprueben un master para colocarse. Les exigimos motivos y tareas, pero no inculcamos motivos fuertes y eficaces para cumplir esas tareas.  Cuando tenemos en nuestras manos el secreto de la fe, que es el fuego del amor de Dios y de Jesucristo, capaz de hacer un cielo nuevo y una tierra nueva. El fuego que arde en el corazón de la Virgen, que ha movido el corazón de S. Pablo, y de San Benito, y de Edith Stein, y de misioneros y misioneras, y de padres y madres anónimos que de niños justamente podían  comer pan negro, y han sido capaces de poner a sus hijos en la universidad y en puestos  de trabajo altamente remunerados. Todos ellos estaban movidos por la fe cristiana, una fe que   encendía el fuego del amor más limpio y generoso que se puede pensar, el amor de Jesucristo, al que hoy le vemos impaciente porque quiere que ardan el mundo. Es la fe que anima los corazones y les da fuerza para un comportamiento ético verdaderamente humano, y no se deja llevar del egoísmo que adora el dinero y el poder y se vuelve insolidario e insensible al dolor ajeno, sobre todo al dolor de los más vulnerables y desfavorecidos de la sociedad

Para terminar, escuchemos la Carta a los Hebreos: “Corramos con constancia…renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inicio y completa nuestra fe, Jesús.

 

domingo, 7 de agosto de 2022

DOMINGO XIX T.O. (C)

-Textos:

            -Sab. 18, 6-9

            -Sal. 32, 1.12.18-22

            -Heb 11, 1-2. 8-19

            -Lc 12, 32-48

 

Porque donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón”.

Las lecturas de hoy son un poco largas, sobretodo, el evangelio. A ver si logro ser breve, porque el calor  persistente que tenemos este verano no nos predispone  a pensar y hace más dificultosa la oración.

Pero no dejemos pasar las primeras palabras tan cariñosas que nos dirige Jesús: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, antes de pedirnos algo, siempre nos ofrece, nos da, algo suyo y mejor. Nos ofrece su Reino. El Reino de Dios, en su esencia, es el amor de Dios, tal como se nos presenta en Jesucristo. Esto quiere decir que, si creemos a Jesucristo y en Jesucristo, nosotros, criaturas frágiles y pecadoras, podemos amar como Dios nos ama, con el mismo amor con que nos ama, con un amor de calidad divina. El amor de Dios es un tesoro que vale más que las mejores vacaciones, y que la más grande y fabulosa fortuna de dinero, que puede haber en la tierra.

Recordamos todos la parábola: “El Reino de los cielos se parece a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra”.

Esto es el Reino verdadero, esto nos ha traído Jesús: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. Pero, como hemos dicho, Dios primero nos da, pero después, siempre, nos pide a través de su Hijo Jesucristo.. Y os adelanto, que lo que Dios nos pide  es siempre lo mejor y lo más más conveniente para nosotros. Es la perla encontrada por la que merece venderlo todo.

¿Qué nos pide? “Vended vuestros bienes y dad limosnas;  haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, a donde no se acercan ladrones ni roe la polilla”.

A muchos de vosotros os habrá asaltado la decepción: “¡Pues vaya! ¿Quién se atreve con eso?, ¿quién se cree eso de verdad? ¿Quién puede hacerlo?”.

Una  respuesta para estos interrogantes nos viene de la boca de Jesús: “Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón”.

No se hace estas preguntas, quien de alguna manera tiene a Jesucristo en el corazón; quien tiene la “experiencia de un encuentro personal con él”, como dice el papa Benedicto XVI. Jesucristo es esa perla por la que merece la pena venderlo todo.

Y para terminar, una recomendación más de Jesús: “Vosotros estad como los hombres que aguardan a que el señor vuelva”.

Un cristiano, un seguidor de Jesús, jamás  limita el horizonte de  su vida “de tejas abajo”, sino desde el suelo hasta el cielo. Desde el tiempo hasta la eternidad. “La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve”