domingo, 4 de febrero de 2018

DOMINGO V, T.O. (B)

-Textos:

       -Job 7, 1-4. 6-7
       -Sal 146, 1-6
       -1 Co 9, 16-19. 22-23
       -Mc 1, 29-39

La población entera se agolpaba a la puerta”. “La vida consagrada, encuentro con el amor de Dios”.

Queridas hermanos benedictinas y queridos hermanos todos:

Qué envidia, de la buena, nos despiertan a los sacerdotes y a cuantos estamos dedicados a la pastoral y a la evangelización estas palabras que escribe san Marcos en el evangelio: “La población entera se agolpaba a la puerta”.

¿Qué hacía Jesús para que la gente se agolpara en los lugares donde él estaba y predicaba el evangelio? ¿Dónde estaba el secreto de su poder de convocatoria?

Es esta una preocupación que invade el ánimo y la mente de los sacerdotes, de los obispos y que aparece también en muchos documentos del magisterio de la Iglesia. Una preocupación que debería estar muy presente también en vosotros, los seglares cristianos.

Porque la responsabilidad de trasmitir la fe y la preocupación de hacerlo de manera creíble, convincente y atractiva no es una tarea exclusiva de los sacerdotes y de los consagrados, sino de todos los bautizados, de vosotros padres de familia, obreros y profesionales, jóvenes estudiantes, que vivís en un ambiente paganizado y a veces hostil.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo lo hacía Jesús? Él es nuestra luz y nuestro guía. El evangelio de hoy nos da algunas pistas.

La primera: Jesús cura. Sí Jesús atiende a enfermos físicos y a enfermos del espíritu y cura de diversos males y a poseídos del demonio. Nosotros los discípulos de Jesús, no disponemos del poder de hacer milagros, pero sí está en nuestras manos la caridad, el amor al prójimo pobre y necesitado de pan, de justicia, de reconocimiento de sus derechos. Una práctica que la Iglesia ha ejercicio desde que existe. Y esto, desde un amor como el de Jesús, gratuito, desinteresado, dispuesto a dar la vida, si es necesario.

La otra pista es la oración: Jesús, aun cuando ha tenido una muy dura y larga jornada de trabajo evangelizador, madruga, se levanta y busca un lugar solitario para orar.

La oración, que parece una actividad poco práctica y en apariencia inútil, tiene la virtud de dejar patente que vivir la fe y transmitirla es siempre obra de Dios, y que sin él, no podemos hacer nada.

De nuestra parte está hacer lo que Jesucristo hizo: Orar y hacer el bien. Orar, para poner en manos de Dios la seria y grave responsabilidad de proponer la fe de manera creíble, convincente y atractiva.

Y hacer el bien, amar de verdad al prójimo necesitado; poner en práctica las obras de misericordia: tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve solo y enfermo y vinisteis a verme. Orar y hacer el bien. No es nada nuevo, pero es lo imprescindible y lo que siempre da resultado, ante los ojos de Dios y aunque nosotros no lo detectemos.

Hoy celebramos la Jornada de la Vida consagrada”. El lema de este año pone ante nosotros una gran verdad: “La vida consagrada, encuentro con el amor de Dios”.


Los religiosos, las religiosas, los monjes, las monjas, los seglares, hombres y mujeres que han hecho votos. Ellos, en los barrios, en los hospitales, en los rincones más alejados del mundo y en el corazón de la ciudad, viven su consagración dando testimonio de un encuentro con Dios que transforma la vida e impulsa a anunciar el evangelio al modo de Jesús. Ellos son como faros que orientan y como adelantados que marcan el camino que hemos de seguir todos, para lograr que nuestro testimonio de fe sea creíble y tenga fuerza de convocatoria para que “la población entera se agolpe a las puertas de Jesús”.