domingo, 30 de julio de 2017

DOMINGO XVII, T.O. (A)

-Textos:

       -1 Re 3, 5-7. 712
       -Sal 118, 57.72.76-77.127-130
       -Ro 8, 28-30
       -Mt 13, 44-52

El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo… el que lo encuentra, lleno de alegría, va a vender todo…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿Qué será el Reino de Dios que provoca tanta alegría?

Será las vacaciones, que tanto añoran los que no tienen dinero para hacerlas, y que muchos de los que las hacen necesitan otros tantos días de descanso para reponerse, después de haberlas terminado? ¿Será los viajes al extranjero, que dan tema de conversación durante todo el año en los círculos de reuniones de amigos, y que dejan el bolsillo vacío, y el ánimo por los suelos al volver a la rutina de la vida de cada día?

¿Qué será el Reino de los cielos que produce tanta alegría?

¿Será el dinero? En aras del cual algunos, incluso muy adinerados, no reparan en saltarse las leyes de la justicia y del respeto al bien común, hasta dar con todo su prestigio en la cárcel?

No, queridos hermanos: El Reino de los cielos que predica Jesucristo, es Jesucristo mismo: su persona, su mensaje, el Espíritu que da a los que creen en él y lo siguen. El Reino de Dios es el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.

Por Jesucristo Santiago, san Pedro, san Pablo y todos los apóstoles, que primero se acobardaron, después dieron la vida por predicar el evangelio. Por Jesucristo san Antonio Abad vendió todos su bienes y se fue al desierto, y parecido hizo san Benito, y san Francisco de Asís; san Francisco de Javier no reparo en penalidades por el amor de Cristo que ardía en su corazón… Y en tiempos más modernos, san Vicente Paul, santa Teresa de Calcuta, el Padre Pio…

¿Y por qué hicieron eso? Porque encontraron el tesoro escondido y la perla preciosa, encontraron en Cristo la fuente de la verdadera alegría.

Y tantos santos y santas desconocidos, que no están en las peanas de los altares, que incluso viven entre nosotros: Nuestras hermanas benedictinas, los misioneros, las misioneras, tantos que dejan la familia, consagran su corazón a Cristo haciendo votos perpetuos de castidad, obediencia y pobreza. Ellos siembran de oración los campos del mundo; dan de comer a los hambrientos, enseñan cultura, levantan dispensarios, anuncian que Dios es Amor, que lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado. Generan esperanza de una sociedad más justa y de una vida eterna con Dios.

Ellos han encontrado la verdadera alegría en Cristo y nadie se la quita. Pero no se trata solo de los consagrados por los votos, sino de tantos bautizados que asumieron la fe de sus padres: son matrimonios que permanecen fieles a la palabra que se dieron en el altar, y educan a sus hijos en la misma fe que alegra sus vidas; son trabajadores y trabajadoras que renuncian a un dinero fácil y viven en la austeridad por ser honrados y fieles a su conciencia; gente normal de la calle que ha cambiado el ritmo de su vida tranquila por atender a su familiar enfermo crónico, o por dedicar una horas fijas a un voluntariado gratuito; van a vacaciones para descansar y hacen que su hijos viajen para aprender.

Todos ellos, aún en medio del dolor y de las fatigas, viven y sienten la alegría honda de haber encontrado los valores del Reino de Dios en la persona misma de Jesús, en el evangelio que enseña y en el Espíritu que él, Jesús, infundió en su alma.

Queridos hermanos y queridas hermanas, ¡Jesucristo vive, resucitó, y sale a nuestro encuentro!; ¡Dios está implantando su Reino en el mundo!

La pregunta es la siguiente: ¿Me he encontrado de verdad con Jesucristo? ¿Vivo con alegría mi fe? ¿El Reino de Dios es realmente el programa de vida que rige mi vida?


En seguida, antes de comulgar, vamos a rezar todos: Padre nuestro… venga a nosotros tu Reino.