domingo, 6 de agosto de 2017

DOMINGO XVIII. LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR (A)

-Textos:

       -Dan 7, 9-10. 13-14
       -Sal 96, 1-2.5-6.9
       -2 Pe 1, 16-19
       -Mt 17, 1-9

Señor, ¡qué bien se está aquí!…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¡Qué bien se está aquí!”

Cuánto veraneantes, al llegar a la playa, y cuántos montañeros o amigos de las montañas o de las casas rurales, al llegar al punto de su destino habrán dicho: “¡Qué bien se está aquí!”. Al menos eso es lo que nosotros deseamos que hayan podido decir. Y el mismo deseo tenemos para aquellos, que por una razón u otra, se hayan quedado en casa: Que digan también: ¡”Qué bien se está aquí”! Vosotras, hermanas benedictinas, también tenéis vuestras vacaciones dentro del monasterio, a vuestra manera; y tanto en los días de vacaciones como a los largo de todo el año, soléis decir espontáneamente y con toda sinceridad: ¡Qué bien se está aquí!

Pero, cuando Pedro, en el evangelio, toma la palabra y dice: “Señor, ¡qué bien se está aquí!; cuando Pedro dice estas palabras, las dice por un motivo muy diferente al que tienen los veraneantes en sus exclamaciones.

¿Qué pasó en el monte Tabor?

Pedro, Santiago y Juan eran, hasta el momento, seguidores apasionados de Jesús. Para ellos, Jesús era un profeta, el Mesías prometido; un liberador que despertaba y respondía a las expectativas de los pobres, de los marginados, enfermos, y también de los que soñaban una recuperación del país como gran nación. Jesús era todo eso, sí, pero era un ser humano y solo humano.

En el Tabor estos tres apóstoles tuvieron el regalo de descubrir la dimensión oculta de Jesús, su condición divina, de Hijo de Dios, resucitado y vencedor de la muerte. Y quedaron deslumbrados, con una experiencia intensamente agradable de felicidad. De ahí su exclamación: “Señor, ¡qué bien se está aquí!”

¿Sabéis por qué contemplar a Jesucristo en todo su misterio: Hombre como nosotros, Dios y Señor de gloria y majestad, provoca una felicidad tan honda?

Os lo digo con palabras de san Agustín: “Nos hiciste, Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Tengámoslo bien claro: Nuestro corazón tiene querencia a descansar en Dios; y no encuentra descanso total hasta que no descansa en Dios.

Cuando, después de un tiempo de andar por los caminos del mundo, por fin, regresamos a casa y sentimos una sensación que nos hace exclamar: ¡Qué bien se está en casa! ¡Que a gusto voy a descansar! Estas experiencias nos acercan un poco, sólo un poco, al suspiro anhelante, a la querencia intensa de nuestro corazón, que sólo descansa bien y plenamente en Dios.

Dios el hogar del corazón humano. No acabamos de creerlo, pero es la verdad. Esto es lo que nos enseña la experiencia del Tabor.


Por eso, los que van a la playa, los que prefieren la montaña, los que nos quedamos en casa, todos, deberíamos tener en cuenta que el descanso corporal, psicológico y espiritual es bueno y necesario para todos; pero hay una manera muy buena y cualitativamente muy valiosa de descansar, una manera que no estorba a las vacaciones y que puede dar calidad humana y espiritual a las vacaciones: es probar de subir al Tabor, es decir, buscar de alguna manera la posibilidad de encontrarnos con Jesús, vivo, presente y resucitado; acercarse a un monasterio, a una ermita, participar en la eucaristía el domingo, pasar unos días de retiro, escuchando la voz impresionante de Dios Padre desde la nube: Este es mi Hijo, el amado, mi predilectos: Escuchadlo”. Puede, que no con los propios ojos, pero sí muy en el corazón experimentemos algo de lo que sitió Pedro y sus compañeros: “Señor, ¡qué bien se está aquí”!