domingo, 16 de abril de 2017

DOMINGO DE RESURRECCIÓN (A)

-Textos:

       -Hch 10, 34. 37-43
       -Sal 117, 1-2.16-17.22-23
       -Co 3, 1-4
       -Jn 20, 1-9

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro: vio y creyó”.

¡Enhorabuena!, queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos, ¡Enhorabuena! Jesucristo ha resucitado. Jesucristo ha vencido a los dos enemigos más grandes que amenazan al hombre y a todo el mundo creado: la muerte y el pecado.

¿Cómo hacer para que esta buena noticia alegre de verdad nuestra vida y la transforme?

Pedro, Juan, los primeros testigos de la resurrección son los fundamentos de nuestra fe. Pero, además de fundamentos, son también modelos para nuestra fe.

El evangelio que hemos escuchado tiene muchos matices y muchas enseñanzas, pero os invito a poner la atención en aquel discípulo del que se dice que “vio y creyó”. Fijémonos bien, nos aconseja san Agustín, “vio y creyó”. Vio un sudario, unas vendas en el suelo y el sudario bien doblado aparte, y “creyó”. No es lo mismo ver que creer. El discípulo amado ve vendas y sudario, ve el sepulcro vacío. Pero cree en algo que no se ve, cree en un hecho que trasciende los sentidos: que Jesús ha resucitado.

Juan, el discípulo amado puede guiarnos para que también nosotros vayamos más allá del ver, tocar y palpar, más allá de la epidermis de las cosas y de los acontecimientos, para que lleguemos a creer.

En estos tiempos estamos obnubilados por la ciencia y la técnica, es preciso saber creer, curtirnos en la virtud fundamental y fundante de la fe.
El discípulo amado de Jesús “vio y creyó”. ¿Qué podemos aprender de este discípulo?

Este discípulo era Juan, hermano de Santiago el Mayor, que, en la Última Cena, con toda confianza se recostó en el pecho de Jesús y le pidió confidencialmente que le revelara quién era el traidor. Jesús amaba a Juan y Juan amaba profundamente a Jesús. Juan estuvo cerca, muy cerca de Jesús, en el momento dramático de la crucifixión, al pie de la cruz junto con la virgen María. Y Juan corre muy deprisa al sepulcro, cuando le advierten que pasa algo extraño y sorprendente.

Juan, en el sepulcro, “vio” primero el sepulcro vacío y vio también unas vendas y un sudario bien doblado: Todo esto era sorprendente: El sepulcro y las ropas eran lo que eran, pero tenían algo más, eran unas señales que daban qué pensar.

Y esto ocurre siempre y con todo: Los hechos de la vida son más que cosas que ocurren o cosas que se ven y se palpan, son signos, nos remiten a Dios. Dios habla siempre. Nuestra historia, lo que vivimos, lo que nos sucede, lo que vemos dice más de lo que parece, nos habla de Dios; Dios nos habla en la historia y a través de la historia y de nuestra historia.

Pero hay que saber escucharle. Y lo que nos enseña Juan, el discípulo amado, es que la mejor disposición para escuchar a Dios y descubrir la presencia de Cristo vivo y resucitado es amar, amar de verdad, y en verdad, es decir, amar como Jesucristo nos ama.


Así, el amor predispone a la fe y la fe alimenta el amor. Amando con amor verdadero, estamos en las mejores disposiciones para creer en Dios y en Jesucristo resucitado; para descubrir el mundo, la vida, nuestra propia historia como señales que nos remiten a Dios, señales que nos llevan a descubrir a Cristo resucitado presente y actuante en el mundo por medio de su Espíritu.