domingo, 29 de enero de 2017

DOMINGO IV T.0.(A)

-Textos:

       -Sof 2, 3; 3, 12-13
       -Sal 145, 7-10
       -1 Co 1, 26-31
       -Mt 5, 1-12ª

Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Las bienaventuranzas son uno de los textos más conocidos de la literatura religiosa universal. Da un poco miedo tratar de explicarlo. Porque cualquier explicación desvirtúa la fuerza interpelante e inquietante que tiene el texto.

Os invito a que este domingo dediquéis un rato a leer el texto despacio; bajo el convencimiento de que es Jesucristo mismo quien me lo dicta, y tratando de descubrir qué dice, qué sugiere el texto, y qué me dice a mí.

San Mateo escoge el escenario más solemne que se puede pensar: Jesucristo como nuevo Moisés, como el nuevo y verdadero legislador, va a leernos la Carta Magna del Reino nuevo que viene a instaurar. Esta Carta Magna del Reino de Dios abarca los capítulos cinco seis y siete de su evangelio. Las bienaventuranzas son la introducción y la quintaesencia de todo lo que luego va a decirnos.

Lo primero que podemos decir es que las bienaventuranzas reflejan las preferencias de Dios y las preferencias de Jesús. Esta afirmación ya nos tiene que hacer pensar. Si creemos en Dios y si somos seguidores de Jesús, las preferencias de Dios deben ser nuestras preferencias. Nosotros, como Jesús, debemos estar con los que sufren, con los que lloran, con los que pasan hambre, con los que trabajan por la justicia y la paz; debemos estar con, los insultados, calumniados y perseguidos a causa de su fe en Dios y en Jesucristo.

Y debemos estar con ellos al modo como está Jesucristo, devolviéndoles su dignidad, demostrando amor, dando la vida por ellos.

Las bienaventuranzas también nos están llamando a examinar nuestros criterios y la escala de valores morales con los que realmente funcionamos.

¿Dónde pensamos que está la felicidad y dónde la buscamos? La ambición de dinero y de poder sin medida, el triunfar a cualquier precio, el alcanzar un bienestar a costa de olvidarme de los demás… ¿en eso pensamos que está la felicidad?

¿O más bien, pensamos, como piensa y enseña Jesús, que socorrer al pobre y al necesitado, llorar con los que lloran, practicar la misericordia, amar con un corazón limpio y sincero, mostrar con naturalidad la fe y los criterios cristianos, me proporcionan la paz y la felicidad que cabe sentir en este mundo, y ofrecen la garantía de la felicidad eterna?
¿Pienso así? ¿Vivo conforme a esta escala de valores?

Queridas hermanas y queridos hermanos: Somos un pueblo de mártires, una familia con hermanos perseguidos. Lugares del mundo donde se queman iglesias y se persigue a los cristianos por ser cristianos. Y somos miembros de una humanidad donde hay muchos que mueren de hambre, hay personas débiles, mujeres y niños, maltratados.

Nuestro Padre Dios sufre con ellos, y ha enviado a su Hijo, su único Hijo, al mundo para que anuncie el Reino de Dios: la necesidad de reconocer la primacía de Dios y la dignidad de todo ser humano. Y nos propone las bienaventuranzas.

No podemos vivir entre dos aguas. No cabe decir que somos cristianos y luego vivir conforme a los criterios de un mundo que ignora a Dios y adora mil ídolos que esclavizan y prometen sin escrúpulos una felicidad frustrante.

En la primera lectura hemos escuchados palabras tan hermosas como estás: “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.


Este pueblo pobre y humilde que vive y practica las bienaventuranzas, se fragua, sobre todo en la eucaristía. En ella comulgamos con Cristo y por Él, con Él y en Él encontramos la fuerza para vivir en todo y con todos, el espíritu de las bienaventuranzas.