domingo, 24 de enero de 2016

DOMINGO III, t. o. (C)


Textos:

            -Neh 8, 2-4ª. 5-6. 8-10

            -1 Co 12, 12-14. 27

            -Lc 1, 1-4; 4,14-21

 
-“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”

-Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

-Impresionante y admirable la primera lectura que hemos escuchado  del libro de Nehemías. El pueblo de Israel, que regresa del destierro, encuentra su antiguo país desolado, la ciudad de Jerusalén en ruinas, la hierba crece en los atrios del templo semiderruido. Los líderes de aquel pueblo desalentado lo reúnen en campo abierto y solemnemente entronizan la Ley, la Palabra de Dios. Y comienzan a leer la Palabra de Dios, desde la mañana hasta la noche. El pueblo escucha con atención. Y a medida que escucha se va sintiendo renovado. Su ánimo se entona. Tiene ganas de cantar y de alabar al Señor. Dice alborozado “Amén” a la Palabra que  escucha. Todo termina en fiesta y en banquete de alegría. Merced a la fuerza de la Palabra de Dios ha renacido el pueblo de Israel. “Tu Palabra me da vida, confío en ti, Señor” Canta ese pueblo en sus salmos.

Queridas hermanas y queridos hermanos todos: Jesucristo es la Palabra de Dios que da la vida, que funda un pueblo, la Iglesia y tiene el Espíritu de Dios para instaurar su Reino en el mundo.

-Esta es la conclusión que se deduce de la actuación de Jesús en la sinagoga de Nazaret.

Si las palabras de Dios escritas en la Escritura del Antiguo Testamento tuvieron fuerza suficiente para levantar la moral de un pueblo deprimido y rehacer su vida y su historia, mucho más fuerte es la Palabra personal de Dios encarnada, Jesucristo.

Él, su persona, su mensaje, tienen fuerza eficaz y sobreabundante para crear una comunidad nueva, un pueblo de Dios nuevo, la Iglesia. Y, a través de ella, transformar  la sociedad en una humanidad nueva, donde habite la verdad, la justicia, la libertad, la paz; un cielo nuevo y una tierra nueva.

La eucaristía, hermanos es la asamblea de seguidores de Jesús reunida para  escuchar la palabra de Dios, para escuchar a Jesús, y para encontrarnos con él mismo en persona. Lo que ocurre en cada eucaristía es mucho más trascendental y decisivo que lo que ocurrió al pueblo judío en tiempos de Esdras y Nehemías. La eucaristía, dice el Concilio Vaticano II, -“Contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua”.
Gracias a Dios, después del Vaticano II, es un fruto reconocido por todos, que la eucaristía ha venido a ser la fuente y el culmen de la vida cristiana. Sin duda también vosotras hermanas, y todos los que estáis aquí, lo reconocéis.
Con todo hoy es un día propicio para preguntarnos: La eucaristía de cada domingo o de cada día ¿me transforma, me levanta el ánimo me pone  el corazón en fiesta? ¿La vivo de tal manera que me beneficio de todo el provecho y la fuerza de gracia que Dios me ofrece en ella?
Permitidme, para terminar, otra observación: Estamos celebrando el Octavario por la unión de los cristianos. En la eucaristía aparece con toda la viveza hiriente el drama de la desunión: cristianos bautizados con el mismo bautismo no podemos comulgar unidos, porque no lo estamos, en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Pero la eucaristía es también, querido hermanos, el acontecimiento que más fuerza tiene para unir  y restañar las heridas de la división entre los cristianos. Porque la unión  entre nosotros  es posible solamente en la medida en que cada uno y cada iglesia nos unimos, y nos identificamos con Cristo; y “la eucaristía, hemos dicho,  “contiene en sí misma todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo”.