domingo, 6 de octubre de 2019

DOMINGO XXVII T.O. (C)


-Textos:

       -Hab 1, 2-3; 2, 2-4
       -Sal 94, 1-2. 6-9
       -2Tim 1, 6-8. 13-14
       -Lc 17, 5-10

Auméntanos la fe”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Señor, auméntanos la fe”. Sin duda todos hemos dirigido esta súplica a Jesús muchas veces. Es sumamente recomendable que la recemos. “Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación” dice el Catecismo de la Iglesia. La fe es un don de Dios, es abrir las puertas de mi corazón a Dios. La fe da lugar a que toda la corriente de vida divina, de amor, de perdón, de gracia y de fuerza para el bien, nos alcance y nos transforme. Esa corriente de vida y de gracia divinas Jesucristo la consiguió para nosotros, cuando murió por nosotros, resucitó y venció a la muerte y al pecado.

Ahora esta corriente, este tesoro de gracia la tiene nuestro Padre Dios en sus manos generosas y quiere con todo el amor de su corazón darla y derramarla a toda la humanidad y a la creación entera.

Si alcanzamos esa gracia de las manos de Dios, nosotros podemos amar, perdonar, dar la vida por los hermanos, trabajar por un mundo mejor; alcanzamos, en una palabra, la felicidad plena y la vida eterna.

Esta gracia tan esencial y tan necesaria para nosotros nos llega por la fe. Por eso es tan importante y decisivo creer en Jesús y en su Padre Dios que lo envió para salvarnos. Y dejarnos llevar del Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, y pedir una y mil veces: “Señor, auméntanos la fe”.

La fe es don de Dios, pero la fe es también un acto nuestro. Dios quiere darnos todo lo mejor su vida divina que nos hace plenamente humanos y plenamente felices. Pero Dios quiere siempre, y como lo ha hecho siempre contar con nosotros. Quiere contar con nosotros como contó con María, modelo perfecto de nuestra fe. La Virgen María, que no comprendía plenamente el misterio, pero sí entendía que Dios pedía su consentimiento, se fío de Dios y dijo: “Hágase en mí según tu palabra”.

La fe es don de Dios, pero nosotros tenemos que disponernos de la mejor manera a recibir ese don y a acrecentarlo. ¿Qué podemos hacer para recibir y cultivar la gracia de la fe?

No podemos decir todo en una homilía, pero el último versículo de la primera lectura nos aporta una clave esencial para poder creer: “Mira, el altanero no triunfará, pero el justo por su fe vivirá”. La soberbia es el mayor obstáculo para la fe. La fe requiere humildad. La autosuficiencia de cierta mentalidad moderna, que pone toda su confianza en la ciencia y en los avances técnicos, induce la sensación en muchas gentes de que reconocer que somos limitados, que somos criaturas y no somos dioses, que creer en Dios e invocarle es innecesario y humillante… y claro, quienes piensan así están dominados por la soberbia y no pueden creer.

La fe requiere vivir en la humildad de la verdad: Somos criaturas limitadas y pecadoras. A partir de este reconocimiento, nos abrimos a la fe y aceptamos la consoladora verdad: “Venimos de Dios, vamos a Dios, Jesucristo es el “camino, la verdad y la vida”.

Y aclamamos con gozo en cada eucaristía: Anunciamos tu muerte proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.