domingo, 7 de febrero de 2016

DOMINGO V, T.O. (C)


Textos:
            -I, 1-2ª. 3-8

            -15, 1-1-11

            -5, 1-11 

-Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
“Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”
Esta frase de Pedro, postrado a los pies de Jesús, no es un grito de espanto,  es una confesión de fe y un acto de adoración.
Pedro dice estas palabras, porque ha visto en Jesús hombre al Mesías, al Señor, al Hijo de Dios.
Pedro ha tenido una experiencia de encuentro personal con Jesús, y en Jesús con el Dios vivo y verdadero. El Evangelio dice: “Es que el asombro se había apoderado de él  y de los que estaban con él al ver la redada de peces que habían cogido”.
Pedro se asombra, tiene la experiencia del misterio, de lo trascendente, del  Dios que sobrecoge, que llena de admiración, que inspira amor grande y respeto.
Esta experiencia lleva a Pedro, lo mismo que a Santiago, y a los otros compañeros, a dejarlo todo, su familia, sus bienes, su barca, su oficio;  siguen a Jesús incondicionalmente y con todas las consecuencias: “Ellos sacaron las barcas a tierra y dejándolo todo, le siguieron”.
Ahora  nos lamentamos de que no hay vocaciones para sacerdotes, y para la vida consagrada. También tendríamos que echar en falta matrimonios que sienta su vida de matrimonio como verdadera vocación, que permanezcan fieles por encima de todas las dificultades, que intenten de verdad y con el ejemplo educar a sus hijos en la fe; faltan vocaciones de personas que pongan la honradez por encima del dinero y el amor a Dios y al prójimo por encima de todas las cosas.
¿Qué nos pasa? Vivimos en la epidermis de la vida, en la superficialidad. Ofuscados por los adelantos de la técnica, asentados engañosamente en la razón, en el tocar y palpar. Hemos perdido la capacidad de asombro, la sensibilidad para lo sagrado, para el misterio, para lo esencial que es invisible a los ojos, para Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos.
Y la consecuencia es que vivimos entre dos aguas, tratando de contentar a Dios y al diablo, a las prácticas religiosas con la comodidad,  al dar limosnas con la falta de compromiso serio con el prójimo.
Y me diréis: “Es que Pedro y los discípulos vieron  el milagro y la red que casi reventaba llena de peces”.
Es cierto: los discípulos vieron milagros y vieron a Jesucristo que nos amó hasta el extremo y dio la vida por nosotros. Y más aún, lo vieron resucitado y exaltado por su Padre Dios hasta lo más alto del cielo.
Así ellos descubrieron que Dios es amor y misericordia, y que la mayor muestra del amor y la misericordia de Dios es Jesús, el Señor.
Lo vieron y creyeron y nos lo contaron.
Y así lo creyeron los mártires del imperio romano, y los santos y santas inscritos en la historia de la Iglesia. Así lo creen los mártires de Irak, víctimas del mal llamado Estado Islámico, y así lo creen los misioneros y misioneras que arriesgan la salud en territorios no desarrollados, y las monjas y los monjes que envejecen perseverantes  en sus monasterios, y los jóvenes, ellos y ellas, que en minorías siguen llamando a las puertas de la clausura atraídos y fascinados por Jesucristo el Señor.
Todos ellos son Iglesia, son la barca repleta de peces grandes.
¿Decimos que no vemos milagros? Deberíamos reconocer que no sabemos mirar, que estamos casi ciegos; ofuscados por la sociedad del bienestar, la fiebre del consumismo, los ídolos del dinero y el egocentrismo. Dios sigue haciendo milagros delante de nuestros ojos.
La eucaristía es el mayor milagro permanente entre nosotros. Esta mañana, cuando oigamos decir al sacerdote: “Este es el Cordero de Dios”, todos deberíamos como Pedro rendirnos ante el Señor y entregarnos a él diciendo: “Creo, Señor, soy  un pecador”