domingo, 20 de septiembre de 2020

DOMINGO XXV T.O. (A)


-Textos:

       -Is 55, 6-9

       -Sal 144, 2-3. 8-9. 17-18

       -Fil 1, 20c-24. 27ª

       -Mt 23, 1-16

¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Dios no es justo”, esta es la exclamación que nos puede brotar a muchos, después de haber oído esta parábola de Jesús. Dios hace una clara “acepción de personas”. Así pensamos espontáneamente cuando juzgamos con nuestras categorías humanas y con nuestra lógica, exigiendo la justicia estricta y dejando a un lado el amor.

Jesús no pretende dar una lección de justicia social o laboral. Jesús expuso esta parábola pensando en la mentalidad legalista que en mayor o menor medida todos llevamos dentro.

La mentalidad legalista hace las obras buenas no por amor a Dios, ni porque sean buenas o hagan bien al prójimo, sino porque son méritos para poder presentarse ante Dios, y pedirle: “Estas son mis obras, págame lo que me debes”. Yo me fío en mí mismo, en lo bueno que soy y en mis obras. No necesito de la misericordia de Dios; me basta que sea justo. Y justo, quiere decir: conforme a como yo entiendo la justicia. Dios a mi manera, con lógica mercantilista, pagar y comprar. No la lógica del amor.

Esta lógica se traslada también a las relaciones humanas. Las personas valen por lo que rinden. Las personas que no producen, que solo dan quehacer y gastos no valen nada. Sin embargo, las personas valen por lo que son, criaturas de Dios, hijas de Dios, nacidas para la eternidad.

Dios, gracias a Dios, es otra cosa, Dios es amor. Dios cumple toda justicia, pero el alma de la justicia de Dios es el amor.

Por eso hemos escuchado en la primera lectura: “Mis planes no son vuestro planes, vuestros caminos no son mis caminos”. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros”.

Por eso, Dios cumple lo pactado con el obrero que ha ido desde la primera hora, sí. Pero acude a la plaza a la tercera hora y al mediodía, y a media tarde y hasta al atardecer, porque su corazón, corazón divino, sufre cuando ve a una persona sin trabajo, sin pan, y también sin fe, sin esperanza. Y sale al encuentro del inválido, del niño, del anciano y también del pecador. Y espera. Espera hasta la última hora, hasta el último rayo de sol, para dar a todos la oportunidad de alcanzar la salvación.

Y menos mal que Dios es así. Porque, vamos a mirarnos a nosotros mismos: ¿Es que somos tan buenos que merezcamos el cielo? A veces nos creemos tan perfectos que nos juzgamos mejores que los demás. Y quizás este es nuestro mayor pecado.

La verdad es que muchos, y yo me incluyo entre ellos, no somos tan excelentes obreros en la viña del Señor: A veces somos vagos, a veces también nos ausentamos del trabajo. Y, si vivimos con paz y esperanza, es porque hemos conocido y hemos experimentado, que Dios, en nuestra historia, se ha portado con una lógica distinta de la nuestra, con una justicia, que es más que justicia. Porque ha tenido muchas veces misericordia de nosotros y nos ha regenerado con su perdón.

Por eso, no nos escandalicemos; dejemos que Dios sea Dios. Y que su lógica, su justicia, no sea como la nuestra: “Que Él, en sus asuntos, haga lo que quiera”.