domingo, 26 de abril de 2020

DOMINGO III DE PASCUA (A)


-Textos:

       -Hch 2, 14. 22-33
       -Sal 15, 1-2. 5. 8. 9-11
       -1 Pe 1, 17-21
       -Lc 24, 13-35

Nosotros esperábamos que él fuera el futuro libertador de Israel”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Los discípulos que abandonaban Jerusalén y caminaban hacia Emaús vivían en su ánimo una experiencia en gran medida parecida a la de tantos cristianos bautizados, que en algún tiempo han sido seguidores de Jesús y practicantes en la Iglesia, pero ahora han abandonado toda práctica religiosa cristiana.

Los motivos, más o menos justificados, más o menos conscientes, son muy complejos: los desastres de la naturaleza, los muchos y terribles sufrimientos, las injusticias… Pero hay un motivo de fondo que explica los demás: “No se explica un Dios bueno que permita un mudo doliente e inhumano”, “Después de Jesús, las cosas siguen tan mal como siempre, y la Iglesia deja mucho que desear”.

En la boca de muchos de los que han abandonado la fe podría ponerse la frase de los discípulos de Emaús: “Nosotros esperábamos”. Es decir nosotros esperábamos que Jesús hubiera hecho las cosas de otra manera, es decir, más al modo como a mí y a la razón humana nos parece lógico”.

¿Qué respuesta da Jesús Resucitado a quienes, creyentes o no creyentes, pasan por esta experiencia humana y religiosa?

Jesús Resucitado les sale al encuentro, justo en el camino de la vida distinta que pretenden seguir. Entra en conversación y pregunta por sus preocupaciones y problemas. Después toma la iniciativa y, siempre de camino con ellos, les da dos pistas luminosas.

Dos pistas de luz: La primera, escuchar la Palabra de Dios, la segunda acudir y participar en la eucaristía.

Primero, escuchar la palabra de Dios. Porque si escuchamos la palabra de Dios, no sólo se nos harán aceptables y comprensibles los acontecimientos favorables, sino también, los doloroso y absurdos. La palabra de Dios, nos dice que Jesús, tenía que pasar por el dolor, la derrota y la muerte. Pero ese trance no es lo definitivo en Jesús. Jesús, en su vida pública, cumplió la voluntad de Dios y amó a los hombres hasta darlo todo por ellos. Por eso, Dios lo resucitó.

Y al resucitar venció el pecado, la muerte y el dolor, y abrió la puerta a la esperanza de un mundo nuevo y una vida eterna, el Reino de Dios.

Y esta esperanza nos anima y nos impulsa a trabajar por una humanidad nueva, que ciertamente llegará, si vamos por el camino de cumplir la voluntad de Dios y de amar al prójimo como Cristo nos amó.

La segunda pista, que Jesús dio a los caminantes, es partir y compartir el cuerpo y la sangre del Señor, la eucaristía. La eucaristía mantiene y alimenta la fe en Jesús presente hoy y resucitado. Además, al comulgar con él, recibimos la fuerza necesaria para continuar por el camino que él empezó, es decir, para trabajar responsablemente y sin desfallecer por un mundo nuevo, conforme al plan de Dios, “un cielo nuevo y una tierra nueva”.