domingo, 10 de noviembre de 2019

DOMINGO XXXII, T.O. (C)


-Textos:

       -2Mac 7, 1-2. 9-14
       -Sal 16, 1bcde, 5-6. 8.15
       -2Tes 2, 16-3.5
       -Lc 20, 27-38

Se acercaron alguno saduceos, los que dicen que no hay resurrección”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Después de esta vida terrena hay otra vida. Esta otra vida no es solo vida para siempre. No es lo mismo vida para siempre que vida eterna. Dios tiene dispuesto para todos los hombres que la vida después de la muerte sea vida eterna, es decir vida divina, vida que es la misma vida de amor infinito y de felicidad infinita que tiene Dios.

Hoy en día son muchos los que se muestran escépticos respecto a si hay vida o no hay vida después de la muerte. Las razones y los motivos para este escepticismo son muchos y muy variados. El más común o el que se suele formular abiertamente es que “no sabemos”, “nadie ha vuelto de allí”, “mejor es no darle vueltas”.

Sin embargo, el concilio Vaticano segundo dice en la Gaudium et Spes: “Ante la actual evolución del mundo, cada vez son más numerosos los que plantean o advierten con agudeza nueva las cuestiones totalmente fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, de mal, de la muerte…? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?” Y sigue: “La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre luz y fuerza por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación” (GS, 10).

Estos interrogantes son inevitables para todo ser humano. No hay por qué acallarlos. Es mejor afrontarlos con serenidad y escuchar a Jesús: Él, Jesucristo, en el evangelio, a propósito de una objeción que le ponen los que no creen en la resurrección, responde diciendo: “Los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro… ya no pueden morir, ya que son como ángeles, y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección… Y termina: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”.

La fe en la resurrección, reafirma el Catecismo, descansa en la fe en Dios, que “no es un Dios de muertos sino de vivos”. Y Dios ha amado tanto al mundo que envió a su propio Hijo, para que todos los que creen en él tengan vida y vida eterna” (Jn 3, 16).

Y Jesucristo que murió, que dio la vida por nosotros, que resucitó y venció a los dos enemigos más poderosos del hombre, el pecado y a la muerte, nos ha dicho: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y todo el que cree en mí no morirá para siempre”.

Nosotros creemos en la vida eterna y esperamos alcanzarla y vivirla plenamente. Nuestra fe en la vida eterna y en la resurrección se asienta, más que en la razón, en el amor infinito de Dios y de Jesucristo.

Sí, Jesucristo, por el Espíritu Santo, nos ha dado ya esa vida divina de manera incipiente en este mundo por el bautismo. Somos hijos de Dios, en nosotros bulle la vida de Cristo resucitado. Por eso, los creyentes vivimos en este mundo la esperanza firme de alcanzar, después de la muerte, esa misma vida eterna, pero en plenitud y para siempre.