domingo, 17 de mayo de 2020

DOMINGO VI DE PASCUA (A)


-Textos:

       -Hch 8, 5-8. 14-17
       -Sal 65, 1-3a. 4-7a. 16. 20
       -1Pe 3, 15-18
       -Jn 14, 15-21

Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre dispuestos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”.
Queridas hermanas benedictinas:

Sexto domingo de Pascua, el próximo domingo celebraremos la Ascensión del Señor a los cielos. ¿Cómo cantar un cántico de aleluya al Señor en tiempo de pandemia?

En el evangelio que se ha proclamado vemos a los discípulos temerosos y tristes porque presienten que Jesús, a quien están viendo resucitado, va a subir definitivamente al cielo y, así piensan ellos, los va a dejar solos.

En cierto modo también nosotros y mucha gente, ante la tragedia y el desastre que está produciendo el coronavirus puede sentir la sensación de que Jesús se ha ido, ha subido al cielo y nos ha dejado solos ante el peligro. Como si Dios se hubiera desentendido de nosotros. Algunos que ya habían abandonado la fe y todo sentimiento religioso, quizás, estén confirmándose en su decisión, y hasta miren con cierta conmiseración y burla a los que seguimos creyendo.

Pero Jesucristo viene hoy a nuestro encuentro en el evangelio y nos conforta diciendo: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo pediré al Padre que os dé otro defensor, que estará siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. Jesús no nos deja solos en este mundo y tirados en medio de esta desgracia actual, y de otras que suceden y pueden suceder. Él nos va a mandar otro abogado Defensor; es el Espíritu de la Verdad. Él nos da un corazón nuevo, que puede amar como nos ha amado el mismo Jesús. Y desde dentro de nosotros, nos defiende y orienta en las oscuridades y dificultades de la vida.

Y además Jesucristo mismo, que sube al cielo, no se ausenta de nosotros, va a permanecer con nosotros, aunque de otra manera. ¿De qué manera? La clave está en el amor: “Al que me ama, hemos escuchado al final del evangelio, le amará mi Padre, y yo también le amaré y me revelaré a él”. Es el Espíritu Santo quien hace que podamos amar a los hermanos como Jesucristo nos ha amado; ese amor nos hace hijos de Dios, hijos en el Hijo Jesucristo, hijos de Dios partícipes de la vida misma de Dios, la vida eterna.

Esta es nuestra fe, una fe que es el amor mismo de Cristo, la fe que predicaba Felipe en la ciudad de Samaría, que curaba enfermos y sanaba a los desvalidos, la fe que “llenaba de alegría la ciudad”.

Y esta fe es la razón nuestra esperanza que debemos comunicar, como nos exhorta San Pedro, a cuantos nos preguntan y a cuantos quedan desconcertados ante calamidades como la que padecemos por el coronavirus.

La fe, la esperanza y el amor, de lo que nos hablan hoy las lecturas, frente al drama de la pandemia, se traducen en dos actitudes prácticas: la primera es una responsabilidad seria y coherente para observar las normas propuestas para evitar el contagio y ahogar la enfermedad letal que nos amenaza; la segunda es la invocación humilde y sincera a Dios. Nos vemos frágiles, limitados e indefensos: Que Dios ayude nuestra fragilidad, “porque sin él no podemos hacer nada”.