domingo, 28 de febrero de 2016

DOMINGO III DE CUARESMA (C)


Textos:

           Ex 3, 18ª. 13-15
           1Co 10, 1-6. 10-12
           Lc 13, 1-9


“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos: 

Estamos en tiempo de cuaresma y Dios nos llama a conversión: A convertirnos a él y a los hermanos, a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos; a abandonar los criterios y los modos de comportamiento paganos que abundan en los negocios, en el trabajo y en las conversaciones de tanta gente, para vivir conforme a los mandamientos de la ley de Dios, y el ejemplo y la enseñanzas de Jesús en el evangelio.

Hoy, en las lecturas, en esta celebración, Dios nos llama a conversión de manera apremiante y echando mano de toda clase de argumentos para despertar nuestras conciencias y conseguir que le hagamos caso.

Es tanto el interés de Dios por nuestra conversión que no tiene reparo en adoptar en una de los párrafos del evangelio un tono amenazante: “Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos…? –Os digo que no; y si no os convertís, todos padeceréis lo mismo”.


Pero en la segunda parte de este evangelio de hoy Jesús deja el tono amenazante, que es muy raro en él, y adopta otro tono mucho más amable y pedagógico que es el suyo habitual. Meditemos la parábola que nos cuenta Jesús.


En el fondo, la parábola es una llamada a leer nuestro presente, nuestra vida, el momento actual que estamos viviendo y, si queréis también la cuaresma, como una oportunidad única y sumamente importante: convertirnos a Dios, seguir a Jesús y comprometernos de verdad a poner en práctica el evangelio.


En una viña, una higuera que no da fruto. El amo decide cortarla. El viñador suplica para que no corte la higuera y la deje un año más, a ver si da fruto.


La viña es la humanidad entera, la higuera somos aquellos que quizás tenemos muchas hojas, pero en realidad no damos frutos de buenas obras, de amor y de justicia. El viñador es Jesucristo, que intercede ante su Padre Dios, para que a nosotros que estamos malgastando el tiempo sin dar frutos de buenas obras, nos conceda una nueva oportunidad. Y efectivamente, Dios, Padre nuestro, compasivo y misericordioso, accede, y nos da este tiempo nuestro, este presente que estamos viviendo, para que nos convirtamos y demos frutos de amor, de honradez, de poner a Dios por encima de todas las cosas y de amar al prójimo como a nosotros mismos; y como Jesucristo nos ha amado.


Sin duda, mejor que esta explicación mía, y más concisamente san Pedro, en su segunda Carta, extrae la enseñanza que encierra esta parábola de Jesús, dice: “El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión”.

La cuaresma va ya avanzada, no perdamos la oportunidad: que la celebración de esta eucaristía perdone nuestros pecados. Convirtámonos al Señor.

domingo, 21 de febrero de 2016

DOMINGO II DE CUARESMA (C)

 
Textos:
            -Gn 15, 5-12.17-18

            -Flp 3, 17-4,1

            -Lc 9, 28b-36           

Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”.

-Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

-La trasfiguración, es un relato que se encuentra en los tres Sinópticos. Sin duda porque lo han considerado muy importante por el significado que tiene.
 
El acontecimiento de la transfiguración viene a ser una profecía, y adelanta, la próxima resurrección,  el  triunfo de Jesús sobre la muerte y sobre el poder del mal y del pecado que lo va a llevar a la muerte.

Y para que quede constancia de la verdad de esta profecía aparece dentro del suceso los testigos del Antiguo Testamento más dignos de crédito que se puede pensar, Moisés y Elías. Y aparece, sobre todo, lo más portentoso y digno de ser tenido en cuenta: Dios mismo deja oír su voz  y compromete su veracidad divina declarando quién es este Jesús, de cuya muerte se habla y cuya resurrección se anuncia: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”.
Dos cosas nos manifiestan las palabras de Dios Padre: una, quién es Jesús, y otra qué deben hacer los discípulos en el momento presente que están viviendo, un momento de turbación, de incertidumbre y miedo. La voz de Dios Padre dice primero: Jesús es mi Hijo, el Hijo de Dios, el elegido para cumplir las promesas anunciadas en el Antiguo Testamento; en segundo lugar, dice: “¡Escuchadle!”. Ahora, mientras vais de camino a Jerusalén, ¡escuchadle! En este estado de ánimo de incertidumbre y miedo, ¡escuchadle!
Queridos hermanos todos: También ahora, nosotros, en el momento presente, vivimos momentos de incertidumbre, de confusión, y también de miedo, por lo que pueda pasar. Y no me refiero tanto a la situación política y social que estamos viviendo y que suspiramos  porque se aclare cuanto antes. Me refiero a la situación espiritual, moral y religiosa, que también nos preocupa a muchos y  nos provoca miedos y dudas: Los terribles crímenes y actos de barbarie, que se están perpetrando en países de próximo Oriente y en otros países. Y también, en otro ámbito, la increencia que se está extendiendo como una plaga y lleva a la desertar de la fe y de la práctica religiosa tantos bautizados cristianos, y a tantos neopaganos, que se instalan cómodamente y sin remordimientos en un vivir sin Dios, o como si Dios no existiera.
Estas situaciones nos provocan perplejidad y dudas: -“Y Dios, ¿por qué se calla?” “¿Por qué no se hace notar de manera contundente?
Queridos hermanos: Dios habla siempre, Dios sigue hablando. Dios se ha metido en el barro de nuestra historia. Lo hemos visto en la primera lectura: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, conozco sus angustias y voy a bajar a liberarlo”. Y bajó, y el Verbo se hizo carne, y se transfiguró para asegurarnos que su triunfo final es seguro. Dios habla siempre, nos habla esta mañana y nos dice: “Es mi hijo, el que he elegido para salvar al mundo, ¡escuchadle!
Escuchadle es, en primer lugar, escuchar su Palabra, tal como hacemos ahora, en la eucaristía, en momentos de oración la Biblia en la mano, o en silencio y soledad dando lugar a que lo oigamos en nuestro propio corazón. Escucharle es, siempre, poner en práctica la palabra escuchada. Jesucristo nos ha revelado a un Dios que siente la angustia de tantos seres humano, y que no se queda en puros sentimientos, sino que entra en el barro de la historia para liberar a los pobres y necesitados.
Es lo que tenemos que hacer como seguidores de Jesús. Entonces cesará la incertidumbre, nacerá la esperanza y veremos a Jesús transfigurado y resucitado.

domingo, 14 de febrero de 2016

DOMINGO I DE CUARESMA (C)

 
Textos:
            -Dt. 26, 4-10

            -Rom. 10, 8-13
            -Lc. 4, 1-13           

“El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo”.
Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
La cuaresma, tiempo de gracia, regalo de Dios para revisarnos y poner a punto nuestra vida cristiana. De manera que al llegar a la Pascua podamos celebrar no sólo el triunfo de Cristo sobre la muerte, sino la alegría de haber renovado nuestra fe y nuestra adhesión a Cristo.
Creer en Jesucristo, es la invitación que nos hace san Pablo en la segunda lectura: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor,  y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás”.
En medio de una sociedad incrédula y que deserta de la fe, revisar la autenticidad de nuestra fe, afianzarnos en la fe, crecer en la fe puede ser sin duda un objetivo muy conveniente para estos días cuaresmales.
En la primera lectura encontramos criterios y pistas para  evaluar la calidad de nuestra fe. Quizás no nos hemos advertido el credo tan original que recitaba en aquel entonces, y aún ahora,  el pueblo de Israel.
Para profesar su fe en Dios, lo que hace es contar las veces que Dios ha actuado eficazmente en la historia del pueblo, para librarlo de la esclavitud y de los ídolos falsos: “Mi pueblo era un arameo errante, que bajó a Egipto… Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron… Entonces clamamos al Señor…, y el Señor escuchó nuestra voz… y nos sacó de Egipto con mano fuerte…, nos introdujo en esta tierra…”.
¿Veis esto? Tenemos fe, si podemos decir de verdad que Dios ha actuado en nuestra vida, en este momento y en el otro y en el otro…  Si podemos decir: “Invoqué al Señor y él me libró, y me dio fuerza para no desesperar, y me dio luz para no ceder al chantaje, y paciencia para hablar con calma a mis hijos, y generosidad para perdonar  de verdad…”. ¿Podemos decir con verdad cosas como estas?
La cuaresma, un tiempo de gracia para examinar la fe y acrecentarla.
Afianzamos nuestra fe, en la medida que seguimos a Jesucristo.
Jesucristo hizo su cuaresma. En realidad, los cuarenta días de Jesús en el desierto son  una metáfora que representa todo lo que fue la vida de Jesús: Dejarse llevar del Espíritu Santo, y ante las dificultades, las tentaciones  que el demonio y los hombres de su tiempo le iban poniendo, preguntarse cuál era la voluntad de su Padre, Dios, y cumplirla por encima de todo:
Ante la tentación de la abundancia y del dinero, la voluntad del Padre Dios, ante la tentación del poder político  sobre reinos y personas, la voluntad del Padre Dios, ante la tentación de la vanidad  y de manipular a Dios con prodigios caprichos, la voluntad de Dios… Y si mi Padre Dios me pide despojarme de mi categoría de Dios y morir en una cruz, yo obedezco, y por amor a los hombres, mis hermanos, doy la vida.
Este es el misterio de las tentaciones  de Jesús en el desierto.
Creer es contar con Jesucristo en todas las decisiones de la vida y en tal medida que la fuerza de su Espíritu actúa en mí y me hace capaz  de amar siempre y en todo a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo.
La cuaresma es escuela de la vida y escuela de la fe. Bien claro vemos la necesidad que tenemos de hacer un buen plan para este tiempo de gracia para  que al llegar a la Pascua podamos decir: He crecido en la fe, Jesucristo realmente libera mi vida y me salva.

domingo, 7 de febrero de 2016

DOMINGO V, T.O. (C)


Textos:
            -I, 1-2ª. 3-8

            -15, 1-1-11

            -5, 1-11 

-Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
“Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”
Esta frase de Pedro, postrado a los pies de Jesús, no es un grito de espanto,  es una confesión de fe y un acto de adoración.
Pedro dice estas palabras, porque ha visto en Jesús hombre al Mesías, al Señor, al Hijo de Dios.
Pedro ha tenido una experiencia de encuentro personal con Jesús, y en Jesús con el Dios vivo y verdadero. El Evangelio dice: “Es que el asombro se había apoderado de él  y de los que estaban con él al ver la redada de peces que habían cogido”.
Pedro se asombra, tiene la experiencia del misterio, de lo trascendente, del  Dios que sobrecoge, que llena de admiración, que inspira amor grande y respeto.
Esta experiencia lleva a Pedro, lo mismo que a Santiago, y a los otros compañeros, a dejarlo todo, su familia, sus bienes, su barca, su oficio;  siguen a Jesús incondicionalmente y con todas las consecuencias: “Ellos sacaron las barcas a tierra y dejándolo todo, le siguieron”.
Ahora  nos lamentamos de que no hay vocaciones para sacerdotes, y para la vida consagrada. También tendríamos que echar en falta matrimonios que sienta su vida de matrimonio como verdadera vocación, que permanezcan fieles por encima de todas las dificultades, que intenten de verdad y con el ejemplo educar a sus hijos en la fe; faltan vocaciones de personas que pongan la honradez por encima del dinero y el amor a Dios y al prójimo por encima de todas las cosas.
¿Qué nos pasa? Vivimos en la epidermis de la vida, en la superficialidad. Ofuscados por los adelantos de la técnica, asentados engañosamente en la razón, en el tocar y palpar. Hemos perdido la capacidad de asombro, la sensibilidad para lo sagrado, para el misterio, para lo esencial que es invisible a los ojos, para Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos.
Y la consecuencia es que vivimos entre dos aguas, tratando de contentar a Dios y al diablo, a las prácticas religiosas con la comodidad,  al dar limosnas con la falta de compromiso serio con el prójimo.
Y me diréis: “Es que Pedro y los discípulos vieron  el milagro y la red que casi reventaba llena de peces”.
Es cierto: los discípulos vieron milagros y vieron a Jesucristo que nos amó hasta el extremo y dio la vida por nosotros. Y más aún, lo vieron resucitado y exaltado por su Padre Dios hasta lo más alto del cielo.
Así ellos descubrieron que Dios es amor y misericordia, y que la mayor muestra del amor y la misericordia de Dios es Jesús, el Señor.
Lo vieron y creyeron y nos lo contaron.
Y así lo creyeron los mártires del imperio romano, y los santos y santas inscritos en la historia de la Iglesia. Así lo creen los mártires de Irak, víctimas del mal llamado Estado Islámico, y así lo creen los misioneros y misioneras que arriesgan la salud en territorios no desarrollados, y las monjas y los monjes que envejecen perseverantes  en sus monasterios, y los jóvenes, ellos y ellas, que en minorías siguen llamando a las puertas de la clausura atraídos y fascinados por Jesucristo el Señor.
Todos ellos son Iglesia, son la barca repleta de peces grandes.
¿Decimos que no vemos milagros? Deberíamos reconocer que no sabemos mirar, que estamos casi ciegos; ofuscados por la sociedad del bienestar, la fiebre del consumismo, los ídolos del dinero y el egocentrismo. Dios sigue haciendo milagros delante de nuestros ojos.
La eucaristía es el mayor milagro permanente entre nosotros. Esta mañana, cuando oigamos decir al sacerdote: “Este es el Cordero de Dios”, todos deberíamos como Pedro rendirnos ante el Señor y entregarnos a él diciendo: “Creo, Señor, soy  un pecador”