domingo, 24 de septiembre de 2017

DOMINGO XXV, T.O. (A)



-Textos:

       -Is 55, 6-9
       -Sal 144, 2-3.8-9.17-18
       -Flp 1, 20c-27. 27ª
       -Mt 20, 1-16

Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La parábola de Jesús que acabamos de escuchar nos resulta difícil de comprender y hasta escandalosa. Aunque el amo dé a los jornaleros de la primera hora lo que les había prometido, no nos parece justo que les dé a los que no había trabajado nada más que una hora lo mismo que a los que habían estado trabajando la jornada entera, de sol a sol.

¿Cómo es Dios? ¿Qué idea nos hacemos de Dios? Ante Dios, queridos hermanos, tenemos que ser humildes, hacer mucho silencio. “Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes que vuestros planes”. Tenemos mucho peligro de hacer un dios a nuestra medida; incluso, nos atrevemos a decirle cómo debe portarse con nosotros, y que debe ser justo conforme a nuestra manera de entender la justicia. Dios es misterio infinito que nos desborda. A Dios se le entiende mejor: adorándolo y entregándonos a Él. No pidiéndole cuentas.

Nos conviene ser humildes, dejar a Dios que sea Dios. Decirle: Señor, ¿qué quieres que haga? Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

¿Cómo es Dios? “A Dios nadie lo ha visto nunca, el Hijo único, Jesucristo, que está en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer”.

Y Jesús nos revela que Dios es Padre de amor y de misericordia. Dios es amor. Dios es justo, infinitamente justo, y cumple toda justicia. Pero con amor y a través del amor. Su amor es un amor gratuito y desinteresado. Él es infinitamente feliz, no necesita de nosotros, ni de nuestras buenas obras para ser feliz. Pero deja desbordar su amor, y nos ama para que nosotros seamos felices. Dios nos ama cuando hacemos el bien, y Dios nos ama también, cuando hacemos el mal y pecamos. Dios está siempre con nosotros, no nos abandona nunca y camina junto a nosotros. Cuando obramos bien, para que continuemos por ese camino, cuando obramos mal, para que rectifiquemos. ¿Y cómo hace que rectifiquemos y que nos convirtamos a él? Dándonos a su propio Hijo y proponiéndolo “como camino verdad y vida”. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo, para que todo el que cree en él, tenga vida eterna”.

Dios cree que amándonos de esta manera, nos ganará para sí, y atraerá nuestra mente y nuestra voluntad hacia sí, y logrará por fin que nuestro corazón descanse en él.

Por eso, ante Dios y con Dios no caben relaciones comerciales, como si dijéramos “Señor, he hecho tantas obras buenas, me tiene que dar tanto cielo”. Nuestra confianza de salvación no está en nuestras obras buenas, sino en el amor de Dios y en los méritos de su Hijo Jesucristo, que dio su vida para salvarnos.

Lo nuestro es hacer obrar buenas y cumplir la voluntad de Dios, porque Dios nos ha ganado el corazón; y seguir a Jesucristo y ser como él, porque él ha dado la vida por nosotros, nos ha llamado y nos ha convencido.

Entonces, ¿qué tenemos que hacer? Primero, tratar de asemejarnos a Dios y, segundo, ser como Jesús. Confiar en Dios, no pensar tanto en si nuestras obras serán suficientes o si nuestros pecados habrán sido perdonados; ensanchemos el corazón, amémonos como Jesús, y seamos generosos; dejémonos de envidias y rivalidades, de sentirnos mejores y de marcar diferencias: “¿Es que vas a tener envidia porque yo soy bueno?”.

Alegrarnos de que sean amados de Dios los pobres y los marginados, los que tienen otra religión, los alejados y los pecadores. Y anunciarles a todos, como lo hace Jesús, que Dios los ama, y los llama a seguir a su Hijo.

domingo, 17 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIV T.O. (A)

-Textos:

       -Eclo 27, 33- 28,9
       -Sal 102, 1-4.9-12
       -Ro 14, 7-9
       -Mt 18, 21-35

Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

El perdón de las ofensas, el mensaje esencial y más representativo de las enseñanzas de Jesús; es también el mensaje quizás más necesario para la convivencia humana, tanto en la vida pública -en la sociedad, entre los pueblos y razas- como en la vida privada -en el matrimonio, la familia, las comunidades-.

Tendríamos que comenzar por nosotros mismos: ¿Tenemos alguien a quién nos resulta difícil perdonar? En casa, en el trabajo, en nuestras relaciones ¿tenemos alguien a quien deberíamos pedir perdón?

En el evangelio de hoy, a la pregunta de Pedro, Jesús responde con un dicho que se ha hecho famoso precisamente por lo radical que es: “No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Es decir, siempre.

Si Jesús se atreve a pedir tanto a sus discípulos, y a todos nosotros, es porque él nos muestra y nos lleva a las fuentes de donde mana la fuerza para poder perdonar siempre y de manera incondicional.

La parábola que expone Jesús es tan clara y convincente, que no se puede decir mejor. El rey, a la hora de ajustar cuentas a sus empleados, se muestra generosísimo con aquel que le debe una suma ingente de dinero. Le perdona todo.

El rey representa a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de amor y de misericordia. El manantial de donde yo puedo sacar fuerza para perdonar a mi prójimo, a mi hermano o a mi hermana, es que Dios me ha perdonado. Y me ha perdonado incluso aun cuando yo no me lo merezco. Dice san Pablo: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros”. Este, hermanos es el manantial de donde mana la fuerza para perdonar. Jesús pone la enseñanza en boca del rey: “¿No debías tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?

Pero hay más: En el comportamiento del rey, y en el comportamiento de Dios dándonos a su propio Hijo, aparece otro motivo que nos impulsa a perdonar y a pedir perdón.

Para Dios, la persona es más que su pecado. Cuando le ofendemos y hacemos algo contra su voluntad, él no nos deja en el olvido. Aunque pecamos, para él seguimos siendo sus criaturas queridas, seguimos siendo hijos suyos. A él le duele, pero él nos ama y siente compasión. Dice Jesús en la parábola: “El señor tuvo lástima de aquél empleado y le dejó marchar perdonándole la deuda”.

Aunque yo haya pecado y me haya apartado de Dios, si yo vuelvo como un hijo pródigo, Dios siempre me espera y me entra en su casa. Porque para él, yo soy más que mi pecado.

Por eso, yo siempre tengo que perdonar a mi hermano, porque él, aunque me haya ofendido, sigue siendo persona y hermano mío, digno de mi amor y de mi amistad. Y porque yo, siempre me he visto perdonado por Dios, cuando de verdad he vuelto a él y le he pedido perdón.

Queridas hermanas benedictinas, que vivís en comunidad, queridos matrimonios y hermanos y hermanas, que vivimos en familia, en el trabajo, en la sociedad, hoy Jesús nos propone un mandamiento que nos parece muy difícil: “No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Es decir, siempre. Pero entremos en lo hondo de este evangelio: su mensaje no es solo un mandato, sino un secreto para poder perdonar siempre: Dios, nuestro Padre, es Padre de misericordia que nos perdona siempre y para quien siempre somos sus criaturas amadas y sus hijos predilectos.


domingo, 10 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIII, T.O. (A)

-Textos:

       -Ez 33, 7-9
       -Sal 94, 1-2.6-9
       -Ro 13, 8-10
       -Mt 18, 15-20

Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La corrección fraterna, es decir, advertir al hermano del daño moral que está haciendo a los hermanos o se está haciendo a sí mismo, ayudarle a mejorar su conducta, levantarle el ánimo para que recupere la alegría de vivir la fe y se incorpore con entusiasmo a participar en los trabajos por extender el evangelio, es una acción, que, cuando se ve necesaria, debería ejercitarse con normalidad entre los cristianos miembros de la comunidad de seguidores de Jesús.

La práctica de la corrección fraterna es exponente del nivel de fe, de esperanza y de caridad que vive una comunidad cristiana. Pero no es fácil hacerla, y tampoco es frecuente.

La fe cristiana genera comunidad y nos incorpora a la familia de los hijos de Dios. No se puede ser cristiano sin sentirse hermano de todos los que creen en Jesús y siguen a Jesús. El bautismo nos hace hijos de Dios en Jesucristo y por lo tanto, hermanos de todos los que como nosotros son hijos de Dios. “Una fe, un bautismo, un Dios, Padre de todos”, nos dice san Pablo. Todos formamos un solo Cuerpo, el cuerpo místico de Cristo, pues, todos participamos de un mismo pan, la eucaristía.

Nosotros mismos no somos suficientemente conscientes de lo que es una comunidad cristiana. Contamos con la presencia de Jesús resucitado en medio de nosotros: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Contamos con la fuerza del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia para que ésta pueda “atar y desatar en la tierra”, es decir, perdonar los pecados y juzgar los que es conforme al evangelio de Jesús. Contamos con la palabra de Dios animada por el Espíritu y que escuchamos reunidos en la asamblea o solos en la oración.

En estas riquezas de la Iglesia y de las comunidades que componemos la Iglesia se fundamenta la eficacia de la ayuda y la corrección fraterna.

No somos cristianos por libre. A Jesús solo se le sigue en comunidad. El individualismo radical de nuestra cultura no forma parte de la cultura cristiana. Respeto a la conciencia y la intimidad de cada uno sí, pero palabra amiga, de fe, y de caridad, que advierte al hermano del error o del camino que le lleva a su desgracia, también.

El papa Francisco, ahora en Colombia, ha dicho en otra ocasión: “A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractiva y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos de otros, cómo os dais aliento mutuamente y como os acompañáis: “En esto conocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros”.

Ante estas palabras de nuestro papa Francisco en su encíclica, “la alegría del evangelio”, podemos hacernos muchas preguntas nosotros los que por ser bautizados somos miembros de la Iglesia, y nos sentimos convocados cada domingo a participar como miembros de la comunidad en la eucaristía: ¿Participar en la comunidad eucarística me despierta la responsabilidad de ayudar a fortalecer en la fe, a mis prójimos también creyentes y hermanos en la fe?

Las hermanas benedictinas lo saben muy bien. En la tradición monástica ha sido un empeño continuo practicar la corrección fraterna. No es fácil, lo sabéis muy bien. Requiere sobre todo amor verdadero, respeto, prudencia, delicadeza y humildad, un clima comunitario donde se vive la Confianza en Dios y en la fuerza del Espíritu Santo.

Pero así, en este intento de vivir la comunidad monástica como comunidad cristiana, os convertís en testimonio y profecía en la Iglesia para todos los cristianos.

Monjas, monjes, consagrados y seglares, la comunidad cristiana, la Iglesia entera nos sentimos interpelados para que se pueda decirse de nosotros hoy, lo que los paganos decían de los primeros cristianos: “Mirad cómo se aman”.


domingo, 3 de septiembre de 2017

DOMINGO XXII, T.O. (A)

-Textos:

       -Jer 20, 7-9
       -Sal 62, 2-6.8-9
       -Ro 12, 1-2
       -Mt 16, 21-27

-“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?

Queridas hermanas benedictinas, queridos hermanos todos:

Este pensamiento, propuesto por san Ignacio de Loyola a san Francisco Javier, cambió la vida de nuestro santo y lo convirtió de ambicioso universitario en misionero universal.

Este mismo pensamiento nos propone hoy Jesús a cada uno de nosotros:

-“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?

Niños y adolescentes vuelven al colegio, los jóvenes comienzan la universidad, poca gente queda que no hay gastado sus vacaciones, todos volvemos con mejor o peor ánimo a la vida ordinaria: y aquí, en la eucaristía del domingo, Jesús nos sale al encuentro para hacernos esta consideración: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?

Merece la pena que hoy y con frecuencia nos paremos a pensar delante de Dios y hagamos oración. Porque de la respuesta que demos a esta pregunta depende en gran medida nuestra felicidad.

Cierto que vivimos en este mundo y es necesario que trabajemos y luchemos por conseguir aquellos bienes materiales, alimentos, vestidos, y otros como la salud, el trabajo, y la preparación profesional, gozar de cierta estima de los demás, vivir con cierta holgura, y cierta seguridad para el futuro.

Pero a menudo sucede que estos bienes, que son condiciones razonables y medios para vivir bien, se convierten en objetivos absolutos que nos absorben y no nos dejan vivir.
Nos dejamos llevar de lo que piden los sentidos, y olvidamos los valores y las virtudes espirituales: Hacer de nuestros hijos hombres y mujeres de bien, cuidar y crecer en el amor y en la convivencia matrimonial, mantener la palabra dada, tratar con respeto a toda las personas, orar y escuchar la palabra de Dios, para formar mi conciencia en vez de dejarme llevar de lo que hacen y piensan la mayoría…, en una palabra, cumplir los mandamientos y vivir según la voluntad de Dios. Todo esto nos hace felices, incluso, aun cuando nos ocasionan sacrificios y sufrimientos.

Hermanos y hermanas, los bienes materiales de este mundo, se quedan en este mundo. El dinero, el coche, el prestigio no está a la medida de nuestro corazón. A la medida de nuestro corazón están las personas, está Dios. “Nos hiciste Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?

Comienza septiembre y nos enfrentamos de nuevo al desafío de la vida diaria. No tengamos miedo. El evangelio de hoy, además de darnos frase para pensar, nos hace una invitación: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.


Dejar en segundo plano los valores materiales, y renunciar a los estímulos y a los modos de vida de una sociedad materialista, es difícil y requiere esfuerzos y sacrificios; no es lo que se lleva. Pero no estamos solos. Contamos con Jesucristo. Él nos llama y nos invita a seguirle. Él cuenta con nosotros y va el primero. San Pablo en la segunda lectura nos da ánimos, y nos dice: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto”.