domingo, 8 de marzo de 2020

DOMINGO II DE CUARESMA (A)


-Textos

       -Gn 12, 1-4ª
       -Sal 32, 4-5. 18-20 y 22
       -2 Tim 1, 8b-10
       -Mt 17, 1-9

Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Muchos jóvenes, chicos y chicas, y personas mayores habrán participado ya en la eucaristía de la primera “Javierada” de este año. Quizás algunos hayan desistido de ir por precaución ante la amenaza del coronavirus.

Nosotros aquí reunidos, en el evangelio encontramos el mensaje que Dios mismo quiere transmitirnos hoy: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.

Para levantar el ánimo de sus discípulos, que atisban nubarrones de persecución y muerte en Jerusalén, Jesús en el monte Tabor les muestra por un instante ese lado oculto de su persona, el misterio de su misión y de su divinidad.

Jesús se nos muestra resplandeciente de luz, pleno de gloria, porque es, nada más y nada menos, que el Mesías prometido por Dios y esperado por el pueblo de Israel. Por eso, aparecen con él Moisés y Elías, los testigos más acreditados del antiguo testamento, que se pueden pedir.

Pero, además y sobre todo, aparece la voz de Dios mismo que se deja oír en la nube de la divinidad, y declara solemnemente: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.

Ante esta revelación, nosotros hoy estamos invitados a reafirmar nuestra fe, y a confesar, en medio de una sociedad paganizada, que se cree muy segura, pero que no es feliz, y a la que le basta un virus desconcertante para descubrirse a sí misma llena de miedos, nosotros, esta mañana, estamos invitados a reafirmarnos en la fe y confesar, como dice san Pablo en la segunda lectura, que Jesucristo es nuestro “Salvador, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio”.

Palabras estas, que ante la amenaza de una enfermedad o de cualquier otra desgracia, nos serenan, y nos confortan.

Pero el evangelio de la transfiguración nos dice todavía algo más. Conviene poner nuestra atención en la exclamación de Pedro: “Señor, qué bueno es que estemos aquí. Vamos a hacer tres tiendas…”.

La fe cristiana es consuelo y serenidad, sí, pero no podemos quedarnos ahí. La fe cristiana es poner los ojos fijos en Jesús; es seguir a Jesús, seguir los pasos de Jesús. Y Jesús desconcertantemente sube a Jerusalén y al Calvario, antes de resucitar.

Pedro tuvo que bajar de la nube y poner los pies en la tierra. La intención de Jesucristo al descubrirles el misterio de su divinidad no era precisamente consolarlos, sino consolarlos para que aceptasen que Él, Jesús, tenía que dar la vida y pasar por la cruz, para resucitar.

Nosotros cristianos y discípulos de Jesús creemos y esperamos en el consuelo de una vida eterna y feliz. Pero como discípulos de Jesús, nuestra vocación y nuestra misión en este mundo y en esta sociedad, es estar dispuestos a seguir a Jesús perseguido y crucificado, que da la vida por los pobres, los pecadores y por todos.

Por eso, a nosotros, sus discípulos, se nos llama a la misión de salir hacia el prójimo y amarlo como a mí mismo, y como Cristo nos ha amado. Es decir, que debo cuidar y salvar mi vida, sí, pero también, debo estar dispuesto a dar la vida, si es preciso.

Esta misión tiene muchas probabilidades de ser un camino de cruz. Pero es el camino de Jesús, es el camino del amor, y la postre, lo sabemos ciertamente, es el camino de la vida eterna, plena y feliz.