domingo, 8 de diciembre de 2019

FESTIVIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN, DOMINGO II DE ADVIENTO


-Textos:

       -Ge 3, 9-15. 20
       -Sal 97, 1. 2-4
       -Ro 15, 4-9
       -Lc 1, 26-38

Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hoy, segundo domingo de Adviento, celebramos en España la fiesta grande de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Fiesta que ha cuajado en el alma del pueblo cristiano quizás como ninguna otra y que también quizás como ninguna ha producido frutos de gracia y de fe en los fieles que la celebramos con gozo.

La Virgen María, por especial privilegio del amor de Dios, en previsión de los méritos de su Hijo, desde el mismo instante de su concepción ha sido preservada de todo pecado, libre hasta del pecado original, es Inmaculada.

Dios, desde toda la eternidad, amó a María con amor infinito y, porque la amó y la quiso para madre suya, la llenó de gracia plenamente; tan plenamente que en ella no cabe espacio alguno para el pecado. Toda hermosa con la hermosura más espléndida que podemos contemplar, sin sombra de pecado, con la gracia de la santidad.

Así ella pudo decir sí a Dios; y enteramente confiada y obediente, dijo al ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

Poder celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, es una gracia de Dios que acrecienta y fortalece la vida cristina y la fe de los que la celebramos.

¿Qué nos dice la Madre de Dios y Madre nuestra, María Inmaculada, en esta fiesta?

En esta fiesta y en todos los días del año y de nuestra vida nos conviene acercarnos a María; acercarnos para que su santidad, la gracia de Dios que la llena plenamente, se nos contagie; para que a la luz de su pureza virginal y del cúmulo de virtudes que la enriquecen nosotros descubramos y avivemos nuestra vocación. Porque ciertamente, nosotros hemos nacido con el pecado original, no como la Purísima Virgen Maria, pero hemos recibido el bautismo que nos ha librado de él. Somos hijos de Dios, hemos recibido el don del Espíritu Santo; en nosotros están sembradas las semilla de todas las virtudes, y nuestra vocación es la santidad. Cierto que no podrá desarrollarse esta vocación sin esfuerzo, y afrontando la lucha contra el pecado, el demonio y las fuerzas del mal hacen que el cultivo de la virtud y la práctica del evangelio nos suponga esfuerzo, sacrificio y cruz. Por eso nosotros hemos de acudir a la purísima Virgen María, que nos ayude a vivir la vida de hijos de Dios.

Frente a un mundo tan agresivo y hostil en el que las fuerzas del mal nos invitan al pecado, acercarnos a María nos libra del desaliento, nos despierta lo mejor de nuestra condición de criaturas de Dios y de discípulos de Jesús que hay en nosotros. María Inmaculada nos lleva a Jesús, y con ella y Jesús podemos alcanzar de la cima de nuestra vocación, la santidad. La atmósfera que respiramos en esta sociedad en la que vivimos no nos invita a alimentar estos deseos y a comprometernos con estos ideales. Más bien todo lo contrario. Pero María Inmaculada nos deja patente cual es nuestra vocación y dónde vamos a encontrar de verdad la felicidad.

Estamos en tiempo de adviento. San Pablo en la segunda lectura nos exhorta para que “a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan la Escrituras mantengamos la Esperanza”. Nosotros ahora, en la plegaría eucarística vamos a pedir que “ con María, la Virgen Madre de Dios…, merezcamos, por su Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar sus alabanzas”.