domingo, 7 de octubre de 2018

DOMINGO XXVII T.O. (B)


-Textos:
       
       -Gn 2, 18-24
       -Sal 127, 1-6
       -Heb 2, 9-11
       -Mc 10, 2-16
Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”

En el evangelio que acabamos de escuchar vemos que los fariseos intentan buscar pruebas para acusar a Jesús. Le hacen una pregunta que le obligue a pronunciarse a favor o en contra de la ley de Moisés, sobre un asunto tan discutido entonces como ahora: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?”.

Jesús en su respuesta se remonta al momento mismo en que Dios crea el matrimonio: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”Y concluye de manera contundente: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”.

Luego, dirigiéndose a sus discípulos, saca las consecuencias: “Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

Dios ha creado el matrimonio, fundado en el amor y en la fidelidad: Uno con una, para siempre, por amor y con voluntad de tener hijos. Jesucristo ratifica este proyecto y además lo hacer posible.

Este proyecto de Dios sobre el matrimonio es una vocación inscrita en el corazón humano. Casarse, prometerse un sí para siempre, fundar una familia, es el sueño de todo corazón humano; tratar de realizarlo hace felices a las personas y garantiza la estabilidad y la prosperidad de la comunidad humana. ¡Cuánto bien reportan a los individuos, a la sociedad y a la Iglesia los matrimonios fieles y las parejas estables!

Pero este proyecto de vida matrimonial no es fácil. Supone madurez personal, capacidad de sacrificarse por el bien del otro y de los hijos, saber ser felices haciendo felices a los demás.

Es difícil, y más difícil aún en estos tiempos, cuando este proyecto de Dios, tan decisivo para la felicidad del matrimonio y de la familia y tan importante para el bien común de la sociedad, ha quedado desprotegido por las leyes civiles, vapuleado por una propaganda frívola y consumista; a merced solamente de la buena voluntad de las parejas y, en muchos casos, asentado solamente en la fragilidad de unos sentimientos que no alcanzan la hondura del amor verdadero.

Jesucristo ha venido a hacer posible y realizable lo que es tan difícil. Jesucristo no sólo confirma las exigencias propias del matrimonio tal como lo ha diseñado Dios creador, sino que proporciona la gracia y los medios para poder cumplir con esas exigencias.

El bautismo y la confirmación, que nos comunican el Espíritu Santo, la escucha de la palabra y la eucaristía que alimentan nuestra fe, el sacramento del matrimonio, que nos comunica aquel amor esponsal con el que Cristo ama a la Iglesia, el sacramento de la penitencia, que nos permite pedir perdón y perdonar…, todos estos medios hacen posible el sueño de un matrimonio estable, fiel y fecundo, para bien y felicidad de él mismo, de los hijos, de la sociedad y de la Iglesia. Jesucristo, que declara sin ambigüedades la indisolubilidad, se ofrece para hacer posible la felicidad.

Vosotras, queridas hermanas, con vuestra oración, y todos nosotros, desde la misión concreta que nos ha tocado vivir como cristianos en la vida, luchemos por hacer frente a esta corriente disolvente que ha invadido la vida de las parejas, y sepamos mostrar la belleza y el bien que reporta al mundo el matrimonio estable, fiel y fecundo, como lo ha pensado Dios y lo pide Jesucristo.