domingo, 4 de septiembre de 2016

DOMINGO XXIII, T.O. (C)

Textos:
       
       -Sab 9,13-18
       -Flm 9b-10.12-17
       -Lc 14,25-33

Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos,… e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos, todos:
Domingo XXIII del tiempo ordinario, también hoy, canonización de la Madre Teresa de Calcuta…

Aquí, en la celebración eucarística escuchamos un texto evangélico sorprendente y que pide explicación… ¿Es que seguir a Jesús exige renunciar a los bienes y amores más nobles y legítimos?

No podemos olvidar que estas no son las primeras palabras del evangelio de hoy; las primeras son: “Si alguno se viene conmigo”.

Expliquemos con ejemplos prácticos: Si se diera el caso extremo de que los padres obligasen a sus hijos a blasfemar contra Dios; o casos más posibles: si aconsejaran que debemos aceptar sobornos y trampas para enriquecernos, si nos prohibieran rezar o ir a la iglesia, es claro que deberíamos posponer el parecer de nuestros padres, para seguir el mandamiento de Dios y la llamada de Jesús.

Pero, si nuestros padres, o el esposo o la esposa o la familia, me enseñan con sus palabras y su ejemplo a cumplir la ley de Dios, me invitan a conocer a Jesucristo, si me dan libertad, incluso me animan a dar toda mi vida como misionero o misionera, o a intentar saciar la sed de Dios en un monasterio…; si mis padres o mi familia me dicen con sus palabras y con su ejemplo, que merece la pena arriesgar el puesto de trabajo o el negocio por atender la voz de la conciencia, entonces, no tengo que posponer a mis padres, ni a mi familia, sino estar con ellos, porque son la voz de Jesús que me está diciendo: “Sígueme”, y ponme a mí por encima de todo y frente a todo lo que te impida seguirme.

Porque como hemos dicho, la primera palabra de este evangelio de hoy no es posponer al padre o la familia o a los bienes; la primera palabra es “Si alguno se viene conmigo”. Se trata de un impulso positivo, de un amor, de una pasión por Jesucristo, que nos ha convencido y nos seduce.

Vosotras hermanas benedictinas habéis renunciado al matrimonio, habéis dejado casa, padres y hermanos; sin embargo, estas renuncias no explican vuestra vida. Vuestra vida se explica desde el amor de Cristo y el amor a Cristo. Sabéis que os ama, os sentís amadas por él, y tratáis de corresponderle. San Benito os dice en su Regla: “”¿Qué cosa más dulce para nosotros, hermanos carísimos, que esta voz del Señor que nos invita. Ved cómo en su piedad nos muestra el Señor el camino de la vida”. Esto explica todo.

Teresa de Calcuta, a la que ya podemos decir Santa Teresa, también renunció a sus padres y a su familia. Ella, antes que la sed de Dios, sintió aquella palabra de Cristo en la cruz: “Tengo sed”. Sintió que Cristo tenía tanta sed y moría de sed por tantos seres humanos sedientos y hambrientos que morían en la calles de Calcuta. Y dejo todo, padres, hermanos, hermanas, dinero, seguridad y salud, todo por los pobres, hambrientos y sedientos de arrumbados en las calles de Calcuta. Lo suyo no fue una renuncia, sino la obediencia a una voz y a un amor: La voz de Cristo, el amor a los pobres. Hoy es canonizada como santa.


No todos tenemos que ser hermanas de Teresa de Calcuta, o contemplativas en un convento de clausura. Pero todos tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos; y no anteponer nada al amor de Cristo.