domingo, 19 de julio de 2020

DOMINGO XVI T.O.


-Textos:

       -Sab 12, 13. 16-19
       -Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16ª
       -Ro 8, 26-27
       -Mt 13, 24-43

Dejadlos crecer juntos hasta la siega”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Pienso que, todos nosotros en algún momento nos vemos tentados del desaliento observando cómo, además del covid 19, existe también un virus espiritual que invade el mundo; sobre todo, la sociedad occidental, que hasta ahora decíamos cristina, Europa, América. Un virus de increencia y paganismo, que ahoga el sentido de Dios y de la trascendencia, y aparta de la práctica religiosa y de la pertenencia a la Iglesia. Un virus que se mueve en el caldo de cultivo de la fe en la ciencia, en la técnica, se alimenta del individualismo e intenta conformarse con vivir de tejas a bajo, sin pensar en la muerte ni en la vida eterna.

Ante esta situación puede que hayamos dicho alguna vez al Señor: ¿Por qué consientes todo esto, por qué no das lugar a que todo el mundo reconozca lo bueno que es vivir conforme a la voluntad de Dios y conforme al evangelio, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos?

Jesucristo nos habla hoy de la mala yerba que siembra el enemigo, el diablo, en medio de la buena semilla del evangelio. Y dice incomprensiblemente para nosotros: -“Dejadlos crecer juntos hasta la siega”.

La cizaña, cuando es todavía hierba, es muy difícil distinguirla del trigo. Jesucristo tiene un cuidado especial de sus discípulos que creemos en él y en el proyecto del Reino de Dios que él nos ha propuesto. Jesucristo no quiere que se pierda ninguno de los hijos de Dios, que, por creer en el Reino, llevamos dentro la semilla de la vida eterna.

Pero su pensamiento va más lejos. En la primera lectura hemos escuchado una frase que nos ayuda a entender las palabras de Jesús: “Tu señorío, Señor, te hace ser indulgente con todos”. Esta consideración nos lleva a otra palabra que encontramos en la segunda Carta de san Pedro. Dice la carta: No olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos puedan acceder a la conversión” (2Pe 3, 8-10).

Ya vemos, queridos hermanos y hermanas: Todos llevamos en el corazón, mezclada, en una dosis o en otra, la buena y la mala semilla. Y el Señor con todos tiene paciencia, y a todos nos da tiempo para que nos convirtamos.

Luego, después de la consagración, cuando el sacerdote diga “Este es el sacramento de nuestra fe”, responderemos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor, Jesús”. “Ven, Señor, Jesús”. Que Jesús, en ese momento, nos encuentre a todos convertidos.