domingo, 10 de junio de 2018

DOMINGO X T.O. (B)


-Textos:

       -Gn 3, 9-15
       -Sal 129, 1-8
       -2 Co 4, 13-5,1
       -Mc 3, 20-35

Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

El relato evangélico de san Marcos nos presenta hoy a Jesús en los primeros pasos de su vida pública. Y muestra las posturas diferentes que muestran ante Jesús, tres grupos que acuden a oírle y estar con él.

Un primer grupo es el pueblo sencillo y humilde, tanta gente y con tantas ganas de escucharle que no le dejan ni comer.

El segundo grupo es el de los escribas, juristas y teólogos, que bajan de Jerusalén, que pretenden desprestigiar a Jesús delante de la gente que le escucha con admiración.

El tercer grupo es el de su propia familia, sus parientes. Vienen en busca de Jesús, alarmados por lo que las gentes les cuentan de lo que hace y dice Jesús.

Vamos a detenernos en la familia de Jesús. Nos puede servir para sacar consecuencias sobre la presencia de Jesús en nuestra propia familia, y el papel que juega, principal, importante o intrascendente en el interior de nuestra familia.

Cuando a Jesús le dicen que sus parientes le buscan, Jesús aprovecha para dejar claro su vocación, su nueva misión y en definitiva su verdadera identidad.

Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. La frase tiene un alcance y una profundidad mucho mayor de cuanto se puede entender a primera vista.

Él ha venido a fundar una nueva familia, formada no por lazos de sangre o de parentesco, sino por la fe en Dios. Y la fe nos da a conocer a Dios como Padre de todos, nos constituye a todos como hermanos, que participamos de la vida misma de Dios, y nos une en familia por el Espíritu Santo.

Esta vida nueva, que nos viene de la fe y del bautismo, se manifiesta en el amor a Dios sobre todas las cosas y en el cumplimiento libre y fiel de los mandamientos de la Ley de Dios y del Evangelio.

Jesús en esa afirmación nos dice que los lazos de fe, son más fuertes, más enriquecedores y tienen mayor trascendencia que los lazos de sangre o de parentesco natural.

Jesús no menosprecia a sus parientes, mucho menos a su Madre. De hecho su Madre le siguió hasta la cruz, y ella y otros familiares formaron parte de la primerísima comunidad cristiana de Jerusalén.

Es decir, la familia natural de Jesús, al menos la Virgen María y algunos otros familiares, al final estuvieron unidos a Jesús por un doble lazo: lazo de sangre y lazo de fe, como parientes naturales y como hijos de Dios y miembros de la comunidad de la Iglesia.

Y esto es lo que tiene que ser cada familia cristiana: unida en el amor que brota de la sangre, y unida más fuertemente por la fe en Jesucristo y el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Así es la familia cristiana, una familia unida, que reza y que se sabe lo qué quiere, y a dónde va; bien dotada para educar en valores humanos y para transmitir la fe; y con la fuerza y la gracia de Dios, para construir un mundo mejor y abierto a la esperanza de una vida eterna.