domingo, 16 de julio de 2017

DOMINGO XV T.O. (A)

-Textos:

       -Is 55, 10-11
       -Sal 64, 10-14
       -Ro 8, 18-23
       -Mt 13, 1-23

Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la Palabra y la entiende…”

En estos días estamos viendo como potentes cosechadoras recogen la cosecha de cereal en los campos que rodean el monasterio. A pesar de las zozobras y lamentos de los agricultores, parece que la cosecha ha sido buena y abundante.

Nuestro Señor Jesucristo no conocía entonces las cosechadores, pero contemplaba igual que nosotros el trabajo de recolección de las mieses, como también las labores de la siembra. Y hablaba a los hombres del medio rural en palabras que sus oyentes entendían muy bien, pero en parábolas y comparaciones abiertas, que se prestan a ser entendidas en diversos niveles de profundidad.

La parábola del sembrador, que hoy hemos escuchado, nos habla de la semilla, que es la Palabra de Dios, que anuncia el Reino de Dios.

Dios, el Dios de Jesucristo, es un Dios que habla con los humanos, nos dirige la palabra. Esto ya es muy importante y digno de tomarlo muy en consideración. Dios establece relaciones con los hombres y pone empeño en dirigirnos la palabra, su Palabra.

Y Dios es sembrador de la palabra, y la anuncia y esparce con abundancia y generosidad. A todos los hombres y mujeres: a los que se encuentran al borde del camino y no prestan atención; a los que tienen el corazón duro como las piedras y les rebota el anuncio del evangelio; a los que incluso son como zarzas que pinchan y no consienten que la palabra de Dios se oiga; y, por supuesto, a los que tiene la mente y el corazón abiertos a la verdad y acogen la palabra como es, es decir, como palabra de Dios, que siempre da fruto, y buen fruto: “como la lluvia y la nieve que bajan, empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar”.

Es muy importante escuchar la palabra de Dios para creer, para acrecentar la fe, para dar testimonio valiente y válido ante los que no creen. La Iglesia, desde el Vaticano II, la recomienda vivamente. Juntamente con la eucaristía es el “pan de vida” que alimenta nuestra vida espiritual.

Si acudimos con frecuencia a la Biblia y, si venimos asiduamente a la eucaristía, nos podemos ver en mejores condiciones para discernir entre las mil palabras consonantes y disonante que oímos a lo largo del día en las conversaciones, en los medios de comunicación, en los libros y en otros medios, para saber escoger lo bueno y lo verdadero. “Tu palabra, Señor, me da vida”; “Es luz en mi sendero”, dicen los salmos. Jesús mismo nos dice: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.

¡Qué suerte tan grande es participar de la eucaristía cada domingo y en las fiestas! ¡Qué suerte poder participar diariamente en la eucaristía!. Pero también, qué responsabilidad tan grande implica disfrutar de tal regalo de Dios.

Que no caigamos en la rutina, que no caigamos en la vanidad de decir “voy a misa diariamente”: Que los que hemos recibido la semilla de la palabra demos fruto del treinta, del sesenta y, por qué no, del ciento por uno.